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Vera fue obligada a entrar en una habitación tapizada del color rosa chillón más desagradable que había visto nunca. Todo en el mobiliario del habitáculo reflejaba una repelencia y superficialidad extremas. Sin embargo, más tarde se dio cuenta de que aquello era otro tipo de prisión, aunque de barrotes invisibles.

Colette se estaba acicalando y peinando ese pelo oscuro, que tantos problemas le daba, en su tocador blanco y rosáceo cuando vio entrar a su enemiga mortal tomada del brazo de su padre. Como no comprendía lo que estaba ocurriendo, utilizó su mejor recurso comunicativo, que era el de despotricar contra todo lo que no le pareciese correcto:

—¿Qué significa esta infamia? Te dije, padre, que la llevaras a la Arena.

—Las cosas han cambiado y no tengo tiempo para tus estupideces. Te servirá como esclava — contestó DeLyon con un gélido desprecio hacia su hija.

Ella boqueó indignada por lo que creía una falta de consideración.

—Yo la quiero ver muerta. Tú jamás podrás entender la humillación a la que me vi sometida por esta escoria. —Volvió a protestar, esta vez acercándose para propinarle a la recién llegada un sonoro bofetón. Su padre se lo impidió con la altivez de su rostro.

—Basta, Colette.

—Pero, padre...

—He dicho que se acabó. Ella trabajará para ti las veinticuatro horas. Tienes que aprender que no siempre puedo acabar con todos los que te hacen daño. —Dicho esto DeLyon tiró al suelo a Vera y desapareció de la estancia dando un portazo.

Colette no podía soportar que su padre le llevase la contraria. Ella tenía un orgullo que competía con el de todas las mujeres de la Alianza y nadie podía siquiera toser delante de ella. Su padre tenía que aprender a respetar su dignidad y eso no iba a quedar así.

Tras calmarse tirando varios artículos cosméticos del tocador a la maltrecha Vera, Colette se sentó en la colcha rosa arrugando su cama recién hecha por el servicio y comenzó a empolvarse la nariz con nerviosismo.

—Ya verás, te voy a humillar delante de todo el mundo para que sepas quién manda, tú y mi padre —amenazó esperando la contestación de Vera. Esta no parecía estar allí, sino en algún lugar muy lejano, donde aquella malvada joven no podía alcanzarla.

Estaba con su abuelo y con su hermano Vanka en la fábrica. Ella no había sido muy feliz pues había tenido que fingir su alienación veinticuatro horas al día para que no la eliminaran como elemento defectuoso. Aunque siempre que podía se reunía con ellos en los almacenes, donde la vigilancia era menor y podía intercambiar gestos de cariño con los suyos.

Ya no había fábrica que los guareciese. Incluso ese sitio de horror le había proporcionado a veces refugio ya que estaba con su familia. Sin embargo, todo había salido mal; el Abuelo había muerto porque descubrieron que era defectuoso en la línea de montaje y Vanka fue apresado por rebelarse dentro de la fábrica. Había huido con la esperanza de encontrarle, pero se dio cuenta de que estaba apresada de nuevo en otro tipo de cárcel. Un muro de color rosa donde una criatura en apariencia terrible y respetada, no era más que una muñeca de porcelana controlada por sus propios miedos y los inculcados por su padre.

«Quiero ver cómo te desenvolverías en el mundo de dónde vengo», pensó Vera mientras esbozaba una sonrisa triste que Colette percibió.

—¿De qué te ríes, gusano? ¿No te han torturado todavía lo suficiente? —preguntó la joven malcriada cuyos modales se parecían más a los de una bestia salvaje que a los de una jovencita criada con los más excelsos protocolos de savoir-être.

—¿Pueden quitarme el aire que respiro? —preguntó Vera con un hilo de voz.

—¿Qué preguntas, de que estás hablando? —dijo Colette, desconcertada.

Capitán de SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora