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Llegó el mediodía y Vera ya tenía los gemelos entumecidos por los saltos además de un dolor de cabeza grave por culpa del mareo que producía cambiar de presión en un corto intervalo de tiempo. Lucasck iba en cabeza junto con el resto de limpiachimeneas calculando la distancia con su sextante. Fransz intentaba dirigir de la forma más fácil a Vera con sus zancos, pero esta se rezagaba sin importar los esfuerzos que el joven hiciera porque no fuera así. Frunció el ceño con un gesto de fastidio y masculló entre dientes algo que expresaba su frustración al mismo tiempo que Fransz intentaba no perder su paciencia como instructor de la fatigosa actividad. La improvisada bolsa que había fabricado con las fundas de colchones viejos, golpeaba contra su espalda con cada salto causándole daño en los omóplatos, pero no le importaba. Le recordaba a dónde se dirigía. Y el porqué.

En su ensimismamiento y concentración no había notado que Fransz se había acercado a ella de nuevo, mientras en la lejanía se oían las quejas de Fred acerca de lo lento que iba el pelotón.

—¿Vas manejándote? —preguntó él.

—Sí, aunque me gustaría ir más rápido —respondió concentrada mirando a algún punto en el horizonte sin volverse a mirar a su compañero.

—Volvamos a empezar. Procura ir por las cornisas de menor altura y nunca vayas hacia el suelo porque la presión te destrozará la cabeza. Camina como si lo hicieras sobre una cuerda de trapecista... —Le tendió la mano a Vera que, al principio reticente, trató de rechazarla. Pero después, viendo que era la única manera de aprender, se dejó llevar. Nunca había sido tocada por ningún hombre que no fuera su hermano o su Abuelo. De modo que aquel gesto amable procedente de un hombre al que hacía veinticuatro horas que acababa de conocer, le pareció de lo más sospechoso, pero a la vez muy tierno. No supo cómo reaccionar, si sonreír o limitarse a cumplir con el cometido de no caerse y llevarse al chico con ella al suelo.

Al cabo de ocho horas de viaje, los deshollinadores hicieron un alto en el camino, cerca de la entrada de una fábrica que desprendía el humo más negro que Vera había visto jamás. Echando mano de su macuto, tomó un mendrugo de pan del kulag. No le quitó el hambre atroz que sentía, pero sí sirvió para engañar al estómago hasta la hora de dormir.

—Vamos a ver, Fred... Si seguimos por el camino de la Cordillera Atlántica, nos vamos a topar con una tormenta de nieve-hollín y cabe la posibilidad de que no salgamos con vida. ¿Te arriesgas a perder a todo el pelotón solo porque es el camino más corto hacia el Interrail minero? — preguntó Rosetti, un deshollinador albino que siempre andaba de mal humor y era uno de los veteranos. Esputó algo de su boca con aspecto parduzco y viscoso que hizo que a Vera se le revolviera su estómago medio vacío.

—¡Te digo, Rosetti, a ver si prestas atención, que si vamos por la Cordillera Atlántica nos ahorraremos dos horas de viaje, llegaremos antes de lo previsto y tendremos un chelín que gastar! ¡Encima que lo hago por vosotros...!

—¡No, von Hauser; si te importáramos algo los demás iríamos por la vertiente alísea, ¡pero únicamente piensas en ti mismo!

—¿Quieres que te líe un cigarrillo, Rosetti? —intervino Lucasck fingiendo que hacía caso omiso de la turbulenta discusión.

—Líame dos, porque este ignorante me está poniendo de los nervios —pidió el deshollinador albino con cara de pocos amigos—. A ver, Frederick: si vamos por donde yo te digo, podremos evitar la tormenta y no tendremos más bajas de las necesarias.

—¿Qué es la Cordillera Atlántica? — susurró Vera a Fransz.

—Una formación rocosa en donde no se ha construido nada. Digamos que actúa como barrera natural y separa nuestro sector del de Estados Unidos —dijo Fransz tratando de comerse otro mendrugo de pan, pero apenas era capaz de llevarse ningún trozo a la boca. Vera le observó extrañada.

—¿No tienes hambre?

—Estoy desganado. Es como si mi cuerpo me dijera que no necesito comer. —Trató de pegar bocado de nuevo, pero no fue capaz.

Se oyó un grito a lo lejos; el alarido de algo metálico que chirría contra otra superficie. Rosetti y Lucasck se levantaron, alerta. Vera y Fransz buscaron en todas direcciones el origen del grito y Fred se levantó con tranquilidad, como si estuviera acostumbrado a ese sonido desde que nació.

—Será un dustsei que habrá capturado a un rebelde. —Se encogió de hombros. Terminó su ración de comida para dar por zanjado el asunto. Pero su primo no varió su estado de alerta. A lo lejos, en la avenida donde habían efectuado el alto, una especia de neblina oscura se había levantado densa y pegajosa. Esta adquirió forma humanoide hasta rebelar a un nuevo componente de la plaga dustsei. En el centro de la comitiva traslucida, había alguien, tal vez un ser humano de verdad. El deshollinador curioso quería saber de qué se trataba. Desoyendo las advertencias de los demás limpiachimeneas, se acercó con cautela y en silencio, con movimientos felinos, intentando reprimir la torpeza que le producían el dolor de sus articulaciones tras el duro viaje.

—¡Vuelve aquí! ¡Pero qué haces? —dijo Fred con la mandíbula tensionada.

El hombre al que llevaban hacia lo que parecía un local abandonado a una orilla de la impoluta calle era viejo, muy viejo. Tenía una espesa barba plateada tan larga que la llevaba entre sus manos esposadas con grilletes de hierro. Pero a pesar de la senectud que aparentaba, no parecía agotado para situación en la que se encontraba. Caminaba erguido, casi con orgullo. Desprendía un aura muy poco corriente en un prisionero.

Uno de aquellos seres se dio la vuelta y le miró con sus furiosos ojos etéreos de color rubí, dando al deshollinador un susto de muerte. Al mismo tiempo, alguien le había agarrado del brazo y tiraba de él hacia atrás.

—¡Haz el favor de ponerte los hoolies ya mismo! —exhortó Fred con severidad paternal, colocándose los suyos ante la mirada atónita del pelotón. Rosetti miró a Fransz extrañado, pero no le dio más importancia que la mera curiosidad de la juventud.

—La discreción es una cualidad preciosa, que duplica el valor de todas las demás, Fransz. Eso es lo que decía mi padre antes de que los dustsei se lo llevaran a la selfactina. — Lucasck se acercó y le revolvió el pelo con complicidad a fin de controlar su propio miedo—. Y si quieres conservar ese valor y tu vida, no vuelvas a intentar lo que acabas de hacer.

El pelotón se puso en marcha de nuevo. Vera ya había adquirido cierta destreza por lo que pudo situarse junto a Fransz y saltar al mismo ritmo que él.

—Sé que viste algo a lo lejos y te lo estás callando. Pero sabes que puedes contar conmigo —dijo Vera.

—Vi a un hombre. Era un prisionero, pero nunca había visto a gente por esta área que no fuéramos nosotros. Ni a prisioneros ni a hombres libres —explicó Fransz devanándose los sesos por descifrar aquel misterio—. Y ese tipo tenía algo diferente. No advirtió mi presencia, pero parecía que sabía que estaba mirándole.

—¿Y si querían tendernos una trampa? —preguntó Vera—. ¿Y por qué Fred se ha puesto así? Creo que está loco de verdad...

—Estaba preocupado... La verdad es que no tendría que haberme ido tan lejos del grupo. Pero... Si querían tendernos una trampa, ya estaríamos muertos. Creo que hay algo muy tenebroso pululando por ahí. No debes dejar que te descubran.

—Y tú no deberías dejar de comer —replicó Vera tratando de no alargar más aquella conversación—. No aconsejes a los demás para que no hagan algo si tú mismo no puedes predicar con el ejemplo. No llames la atención más de lo necesario la próxima vez.

Capitán de SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora