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Unos días más tarde, a pesar del agotamiento en el cuerpo, los deshollinadores dejaron sus instrumentos de profesión en el almacén, para empuñar azadas, hoces y otras herramientas campesinas.

Era día de Recolección en el Sector-Azores y eso significaba mano de obra nueva, por un lado, y caos, por el otro. La recogida de la cosecha implicaba que camiones cargados con campesinos de otros kulag llegaban para colaborar en la colecta del cereal correspondiente a la estación. Esto favorecía la circulación de personas entre sectores de población, pero era un engorro para la labor administrativa que desempeñaba Carmen Laforet, la matriarca del granero.

El objetivo amoroso de Miguel Sawyer, una mujer de pelo negro recogido en un pañuelo rojo, de caderas anchas y formidable delantera, ataviada con un austero vestido gris, era la cabeza visible del colectivo. Llevaba la cuenta de los kilos de grano que se recogía, notificaba las defunciones y supervisaba la entrada y salida de los campesinos. Como era una de las pocas personas que sabía leer y escribir por aquella razón, a pesar de tener a gente que le ayudaba, casi todo tenía que hacerlo ella, así que hacía las veces de campesina y vigilante.

Laforet no era una funcionaria del Estado. No fue asignada por la cúpula para ejercer sus funciones, sino que se eligió mediante una votación popular. Aquel acontecimiento, recordaba Fransz, le valió a su custodio para abrirse de forma inusual a los primos y confesarles:

»—El ser humano necesita la democracia para sobrevivir. Y este es el ejemplo más claro que tenéis ante vosotros. Aún con la opresión, el pueblo vota y se hace su voluntá.

No era una democracia real. Cuando algo no cuadraba en la lista de la colecta —por ejemplo, un kilo de menos de trigo—, las Sombras se materializaban en la selfactina pidiendo explicaciones de una manera un tanto violenta. Era Carmen quien debía defenderles, quien debía explicar por qué no se había conseguido la cantidad esperada. Y esto no siempre funcionaba, así que tomaban la vida y el alma de algún pobre desgraciado, como advertencia para que no se volviera a repetir.

*

Esa mañana, Fred logró encontrar un hueco libre para seguir perfeccionando sus hoolies y Miguel tuvo la oportunidad de mostrar sus mejores dotes de ligoteo. Aquello le resultaba curioso y divertido a Fransz al ver como faltaba a su palabra de serle fiel a la serrana con una multitud de jóvenes campesinas.

La gente se revolucionó cuando el camión con pasajeros, descargó su mercancía humana. Para la alegría de Miguel, la mayoría eran mujeres, por lo que sus expectativas se vieron cumplidas.

Migué Zoye'... para servirle a usted y a su madre... —Con dicho comentario, ruborizó a algunas y enfureció a otras. Tras presentarse así varias veces, se llevó unas cuantas bofetadas en la cara.

Fransz estaba a su lado, riéndose de la cómica situación de su compañero Casanova, cuando centró su aguda mirada de ojos zarcos en una nueva presencia. Era un joven de veintitantos, rollizo de rasgos lánguidos, aunque poseía un gesto amable. Sus andares patizambos y su frotar de manos nervioso, le daban un aspecto azorado, inquieto por alguna causa desconocida. Hubo un detalle que no pasó inadvertido para el deshollinador: su piel no tenía un color vivo, sino más bien, plomizo, como si jamás le hubiera dado la luz del sol. Su mirada estaba desprovista de brillo y una mueca de terror surcaba su cara.

Miguel se dio cuenta también de aquel recién llegado y se apresuró a coger del hombro a Parade, evitando así que se aproximara al otro sujeto para darle la bienvenida.

—No te acerques a él, quillo. Algo me dice que ese tipo es peligroso —susurró para que solo Fransz pudiese oírle.

—No lo parece, Miguel. Mírale; está nervioso y asustado. ¿Y por qué tiene la piel gris? Nunca había visto a nadie así —susurró también el joven arqueando una ceja.

Capitán de SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora