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Miguel despertó horas más tarde en la misma posición que le había dejado Kahn. Seguía teniendo todo el cuerpo dolorido. Pese a ello, se incorporó como pudo y se esforzó todo lo que pudo por mantenerse erguido unos instantes. Estaba en el interior de una pequeña cabina con paredes metálicas, donde la calidez no era la característica que pudiera resaltar de aquella diminuta estancia. No se sintió incómodo por mucho tiempo, ya que Kahn volvió con un cuenco de sopa humeante en las manos para alivio del campesino.

—Es de hongos y almorta, lo único que nos queda. No he podido encontrar algo menos desagradable — explicó el asiático con un gesto de disculpa.

—No te preocupes, Kahn —dijo Miguel sacudiendo la mano para quitarle importancia al hecho de que la sopa de hongos era uno de los manjares más desagradables en la pobre dieta de aquellos rebeldes—. Me gusta la almorta.

Kahn se sentó al lado de su amigo y le contempló con un gesto indescifrable mientras el campesino se tomaba el contenido con gran esfuerzo. Al menos eso le aportaría energía, pensó.

—Hesperia ha sido informada de tu regreso. Estará en la Basílica, después de su misión de reconocimiento por el Sector-Inglaterra. Hemos descubierto allí presencia humana, aunque no sabemos de si se trata de gente amiga, enemiga o de las fábricas —explicó el hombre de ojos rasgados mientras se ataba los cordones de sus botas negras.

Miguel le observó distraído cómo empleaba sus conocimientos de nudos en sujetar con firmeza su bota con una buena plataforma al pie. Kahn era un hombre risueño que caía bien a la gente y extraño a su vez. Miguel había desconfiado, en el pasado, de sus intenciones debido al misterio que encerraba la figura del asiático. Sin embargo, las acciones de este lograron le hicieron ver que jamás tuvo tentativas de traicionarles, tanto a la Resistencia como a él mismo. A pesar de sus rarezas debido a su aspecto pulcro pero pintoresco, era un hombre bueno que se había ganado la simpatía de todos aquellos con los que se había cruzado, aun sabiendo que era diferente. Para empezar, no vestía con andrajos. 

Era una persona muy pulcra y su vestimenta, aunque desgastada por el paso de los años, no había perdido la elegancia de un tejido de buena calidad. Vestía de negro con materiales diferentes tales como, cuero, terciopelo, algodón... todo ello siempre con el mismo y oscuro color. Casi siempre iba con un abrigo largo de cuero que le daba un porte señorial, diferente en su totalidad, del aspecto de plebeyos que tenían los Maquis. Sus botas ceñidas en el talle y con unas prominentes plataformas como suela, le hacían parecer un ser de otro planeta. Lucía sobre su cabeza un sombrero negro de ala ancha y rígida y ocultaba sus ojos con unas lentes redondas, oscurecidas para ocultar su mirada enigmática. Aunque había tenido que remendar su ropa muchas veces, siempre cuidaba el detalle de que fuera con las telas originales. Siempre con ese color de cuervo.

Lo que más le llamaba la atención a Miguel, era que iba maquillado con sombreado gris o negro en sus párpados y los labios cubiertos con una película negruzca de algún producto sustitutivo del carmín. Así le había visto aparecer cuando fue rescatado. Cuando les ayudó a él y a Hesperia a salir de la Casa Blanca...

—Siempre me he preguntado por qué sigues vistiendo de negro —comentó Miguel, ahogando un eructo.

—Ya te lo dije, guardo luto por los muertos —contestó Kahn, sonriendo.

—Cuando nos rescataste, también llevabas esta ropa. ¿Era frecuente en el pasado? —Aquella pregunta de Miguel, ensombreció la maquillada tez blanca del asiático.

—No. Antes simbolizaba un tipo de... ideal, por así decirlo. Algo con lo que hacerse diferente del resto. Ahora tiene un sentido distinto al original. Nunca me creerías si te dijera que hace doscientos años me sentía asqueado del panorama mundial en el que estaba inmerso. Por otro lado, a veces siento nostalgia... —No terminó la frase. Se llevó una mano al abrigo y prendió dos cigarrillos. Uno de ellos se lo entregó a Bakunin que lo cogió con un gesto ágil y se encendieron los extremos con una cerilla manufacturada del hombre asiático. La colilla sabía a rayos, aunque lograba calmar todo estrés posible en el cuerpo. Menudo consuelo, pensaba Kahn.

Capitán de SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora