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Miguel atravesó las azoteas rápido como un rayo. La lluvia caía implacable sobre los tejados de cemento de las fábricas que dejaba atrás con ritmo diligente. Y a pesar de que el viento y las gotas de agua arreciaban con violencia, no se detuvo ni un momento. Ni siquiera tras haber resbalado y caído un par de veces sobre el suelo mojado. No tenía pleno control sobre los hoolies como sus los chicos y tampoco podía ver bien en la oscuridad, tan negra como boca de lobo. Perdió varias veces la orientación del camino y sintió la necesidad de volver sobre sus propios pasos, pero no se rindió. En aquellos momentos solo tenía en mente una sola cosa y era la de que nada se descubriese. Su exilio había finalizado cuando el kulag fue arrasado horas antes y no había marcha atrás. Esto iba acompañado del sentimiento de culpa por haber enviado a sus protegidos y a aquella joven a la muerte sin esperanza de volver. ¿Culpa? No, en realidad, era una atenazadora sensación de fastidio. ¿Y si su hermano lo descubría todo?

Un conocido olor alertó a su sentido del olfato. Aquello estaba fuera de lugar y más en sitio tan inhóspito como aquel. Era el aroma de comida cocinándose a fuego lento, tal vez carne de cerdo con patatas y hongos. Sospechaba de una trampa. Sin embargo, el hambre era acuciante y no podía ignorar las necesidades de su cuerpo. De manera que siguió la estela de aquella cárnica esencia que se desprendía de la quema de un fuego paciente y la mejor materia prima que podía encontrarse en tan yermo páramo.

La cortina de gotas de agua se hizo poco a poco menos densa hasta que dejó atisbar con cierta nitidez al deshollinador, la tenue luz de un local parcialmente iluminado, acaso por velas de sebo.

«Qué demonios hace aquí un bar?» pensó mientras desabrochaba su hoz de la espalda para defenderse de posibles ataques. Ninguna criatura desagradable salió a recibirle. Estaba todo en calma, apacible y en silencio.

Cuando llegó a la entrada de aquel local que habían habilitado en la esquina de una fábrica de planta rectangular, Miguel se desabrochó los hoolies apoyándolos en la pared, cerca del umbral. Le recibió un ambiente sosegado y cálido. Varios comensales se distribuían por el bar en mesas improvisadas a partir de puertas de metal y sillas que no eran más que bidones de cualquier fluido contaminante, abollados para tener una mejor postura en la mesa. El humo de los cigarrillos y el hedor a sudor inundaban la estancia, siendo lo más destacable de aquellos seres humanos que se mantenían con la cabeza, gacha sin prestar atención al recién llegado. Demasiado tranquilo. Demasiado obvio.

Tras unas planchas de acero a modo de barra, un joven no más viejo que Fransz, se entregaba distraído a la labor de limpiar una jarra de vidrio amarillento con un trapo raído.

«Es una trampa muy poco elaborada» pensó mientras se sentaba en uno de los bidones cercanos a la barra mientras contemplaba como el barman hacía su trabajo de una forma impoluta. Perfecta para ser movimientos humanos. Su rostro se encontraba ensombrecido por efecto de la débil luz, pero Miguel se dio cuenta que sonreía al ver un nuevo cliente entrar por la puerta. «Y es la certeza de que esto está fuera de lugar, lo que me preocupa. No me queda otra».

Uno de los comensales que allí se encontraban, comenzó a dar pequeños sorbos a su sopa insípida con un color muy parecido al orín. Aquel ruido se convirtió en la repetitiva sintonía de ambiente.

—¿Desea algo, jefe? —preguntó el zagal.

—Vodka —contestó Miguel, con gesto de cansancio, tratando de convencer con una actitud despreocupada.

—En seguida. —El barman agarró una pequeña botella de líquido transparente y sirvió el contenido en un vaso de chupito.

—Aquí tiene, señor. Será un chelín, por favor — replicó el barman abriendo la palma de su mano.

Capitán de SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora