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Bernadette observó consternada como se amontonaban los cuerpos sin vida en los laterales de la cripta. Sus plegarias a Dios no habían sido escuchadas. Sin embargo, ella no se daba por vencido. Creía en el poder de la fe; estaba segura de que los soldados se iban a salvar y a curar de sus terribles heridas en la cubierta del alma. Tal y como había hecho ella, mucho antes de que la juventud hubiese empezado a abandonarla.

Era una mujer de unos treinta y seis años, alta y esbelta, de rubios cabellos, ojos azules y tez pálida, casi albina. Era un ángel en la tierra y su aspecto divino le había dotado con la capacidad de atracción de una sirena de los mares. Muchos hombres, incluido Miguel, cayeron en ese embrujo que para ella tenía un trasfondo maligno. Ella le había advertido que no podía corresponderle, pues su corazón fue tomado por un ser divino; aquel ente que había salvado tiempo atrás su alma y su cuerpo enfermo de fiebre tifoidea. Dios.

La fiebre era demasiado intensa y sus convulsiones iban a más sobre el suelo frío de la cripta; aún podía verlo con claridad mientras paseaba por la estancia abovedada. Hesperia, le había tomado su mano sudorosa y le había susurrado que iba a salir de aquello, que los médicos estaban trabajando en su enfermedad. Ella oía, aunque no escuchara. Su vista nublada por culpa de la fiebre estaba fija en el altar derruido por acción de la guerra y el tiempo. Las paredes recubiertas de oro produjeron en su retina un efecto lumínico sin parangón.

«Esa es la luz del cielo», pensó. Las Escrituras que había leído tenían razón. La Biblia era verdad, porque ella había visto como la figura de Cristo que se alzaba olvidada en su cruz, fruto de un ideal que había sido extirpado de la memoria colectiva, le había envuelto con su luz inmaculada y cegadora. La toga del hijo de Dios, hecha con un tejido lumínico se movía por efecto de un aire inexistente cuando se acercó hasta ella y tocó su pálida frente. Ella balbuceó. Cristo la silenció con una sonrisa y le explicó que Dios la iba a salvar, solo tenía que tener fe. Y ella le creyó. Creyó con sus rezos y sus plegarias, que salían inteligibles y confusas de su boca y que Hesperia y Miguel solo podían interpretar como alucinaciones, fruto de su agonía. Creyó, cuando vio desde las alturas su cuerpo inconsciente en el suelo; bajó hasta él para besarlo en los labios y se volvió a adentrar en la cobertura mundana que era su propia carne.

Creyó, por último, cuando se levantó de su camastro improvisado con tablillas de madera y contempló a sus compañeros con una sonrisa de oreja a oreja. Les explicó lo que le había ocurrido, concluyendo que los medicamentos eran inútiles, que solo Dios había podido salvarla y que, en su infinito amor, le había otorgado el privilegio de vivir un poco más por medio de la fe.

Se produjo, en contra de todo pronóstico, el inicio de un incidente que condenaría al abismo, la relación que tenían ella y Miguel.

Él había justificado sus visiones con el efecto de la temperatura tan alta que había alcanzado su delgado cuerpecito. Sin embargo, ella no podía tolerar que hubiese dicho una blasfemia como aquella.

—No puedes retirar los pocos medicamentos de los que disponemos, solo porque dices que a ti no te ha funcionado nada salvo la fe en una visión de un tipo con toga. Yo no pongo mi ignorancia en un altar y le llamo Dios —exclamó él, furioso.

—Retira lo que acabas de decir ahora mismo. No tienes ningún derecho a blasfemar sobre lo que yo he tenido el privilegio de contemplar. Dios está en cada uno de nosotros. ¿No te das cuenta de que es lo único que nos podrá salvar de las Sombras? ¿No ves que es allí, en los brazos de ese ser de luz, donde nos encontraremos todos cuando nuestra alma, corrompida por la alienación, cruce a la otra orilla? —dijo ella igual de furiosa.

La riña se alargó días y días hasta que Miguel, extraño, arisco y ausente, decidió marcharse para no volver y ella pudo llevar a cabo su plan de no suministrar medicamentos salvo calmantes. Ella no lo dudaba; la vida de sufrimiento era recompensada en la otra vida y todos, como ella en su enfermedad, debían sufrir los infortunios físicos, víricos y bacteriológicos que les deparase la suerte. Hesperia, que se había convertido en su hermana y en su protectora, había seguido a rajatabla las órdenes de ella, recriminando a Miguel su falta de comprensión y su mezquindad a la hora de aceptar otros puntos de vista que no fuese el suyo propio. Kahn se proclamó partidario de los ideales de Miguel, aunque no hizo apología de ellos mucho tiempo pues una mañana, Bernadette se sorprendió al ver que Kahn le ordenaba tajante a Miguel que dejara la basílica hasta que las cosas se hubiesen solucionado.

Capitán de SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora