27

10 1 7
                                    

El silencio se adueñó del globo aerostático, pesado como una losa de hormigón. Los rayos mortecinos del sol penetraban por los ventanales ovalados de la nave, aunque no llegaban a calentar los corazones de los pasajeros. Los ruidos de las hélices girando sin detenerse, se asemejaban al zumbido de un enjambre de moscas, su intensidad no dejaba ni un minuto a que el cansancio se asentara en el cuerpo de hombres y mujeres que pedían a gritos mudos un momento para descansar sus ateridos miembros tras la virulenta batalla en la Peshchera.

Fransz Parade, sumido en una especie de letargo, era el único inmune al desánimo general. Consumía su tiempo manoseando la hoja roma de la Hoz de Miguel ante la mirada apesadumbrada de Vera, quien, sentada frente a él en el suelo, restregaba sus manos una con la otra esperando calmarse sin conseguirlo. Frédèrick, sentado junto a su primo, no miraba a nada. No parecía estar siquiera allí a la par que parecía ser consciente de todo, como un ser de infinita omnipresencia. Nadie habló, durante horas, ni siquiera Vanka parecía estar dispuesto a compartir sus emociones porque se había pasado la mayor parte del tiempo durmiendo, sin querer despertar.

El silencio sepulcral del camarote fue interrumpido una sola vez cuando, al cambiarse de posición en la que se encontraba sentada, Vera topó con algo que había olvidado por completo: dentro de su ropa interior hecha con jirones de tela, había escondido algo importante en su pierna, para evitar que se lo quitaran durante la tortura en la Casa Blanca. Ninguno de los steamsei que la habían humillado durante hora y media, había tenido el descaro de arrebatarle su ropa interior, así que ese objeto de vital importancia para ella, pasó inadvertido a los ojos sin vida de aquellas aberraciones contra la Naturaleza.

—Fred —llamó. El joven paliducho volvió en sí y miró con interés a la muchacha que había sacado de su cuerpo, un papelajo amarillento. Fransz detuvo su recurrente práctica de admirar la superficie apagada del instrumento de la labranza y puso los ojos en Vera—, cuando me tuvieron prisionera, estuve en los aposentos de Colette, la hija de DeLyon. Esa mujer que empezó a gritar cuando me vio junto a Rachmaninov y cuando os vio entrar...

Se incorporó y tendió al deshollinador la fotografía de los von Häusern junto con la familia DeLyon. Este la cogió sin comprender de qué iba todo aquello, hasta que la examinó de cerca.

—Uno de los matrimonios se apellida como tú. No sé cuántos von Häusern habrá en el mundo, pero el hombre del matrimonio, Gustav, tiene unos rasgos muy similares a ti...

—¿De dónde has sacado esto? —preguntó Fred con una voz carente de emoción que a Fransz le inquietó en exceso.

—Colette lo tenía en una manta —explicó Vera revolviéndose intranquila en su sitio—. La madre de ella era esa tal Victoria y el Notable está junto a ella y al bebé. La otra mujer es la hermana de Victoria, Marie Louise.

—Sí, es mi madre —contestó Fred creando la confusión en el rostro de sus acompañantes—. Y Victoria es la madre de Fransz.

—¿Mi madre?

—También yo tengo una parte de Victoria dentro de mí. En la sala de la Estrella, John Locke lo reveló. Fui un experimento que se desarrolló a partir de la genética de DeLyon y de ella. Por eso él no me mató.

—¿Has estado en la Sala de la Estrella? —Fred la observó desconcertado. Ella alzó la cabeza y asintió.

—Y sé dónde está, lo que no sé es como podremos adentrarnos de nuevo en la Casa Blanca. Ahora será imposible... —concluyó con un mohín de exasperación.

—Me estoy aturullando. ¿Esa es mi madre? —interrumpió Fransz y Fred, le respondió con un ligero asentir de su cabeza.

—De modo que, de manera indirecta, sois hermanos. —Fred se permitió curvar la boca en una media sonrisa. Una torcida muestra de un sucio pensamiento—. Empiezo a creer que todo forma parte de una broma de mal gusto. ¿Cómo os lo vais a montar, ahora que es incesto?

Capitán de SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora