Epílogo

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Uczony suspiró y cerró un momento el libro, para frotar sus ojos fatigados de tanto leer. Yo hice lo mismo con mi tableta holográfica e hinqué los codos en la mesa metálica de la biblioteca. Suspiré de agotamiento. Él sacudió su pelo rubio lacio y me miró con la enigmática mirada de un juez que está a punto de condenar a un preso a la silla eléctrica.

—Quienquiera que fuese la mujer que te dio el libro, no estaba muy bien de la azotea. Y esta es la prueba que lo confirma y la que me da la razón. Así que, mi pregunta es, ¿qué era lo que buscaba entregándote esta majadería? —preguntó él, buscando alguna manera de justificar, de manera racional, la pérdida de tiempo que le había supuesto traducir aquel vetusto documento y que no había aportado ningún tipo de respuesta.

—Henry Purcell debió de ser algún antepasado mío, hace mil años. Sé que tiene que estar allí la clave de todo esto, pero, por qué... ¿Por qué?

Me quedé quieto, con la mirada perdida en algún punto de los estantes más próximos a nosotros. Habían pasado dos años desde que mi ingreso en la cárcel se había convertido en una realidad demasiado dolorosa e injusta para mí. Durante todos esos días de trabajo como intérpretes, en sus respectivas noches había llorado la muerte de mi mujer e hijo, porque el libro no me había dado ninguna prueba que demostrara que yo no cometí el crimen. Todo aquel relato de deshollinadores de un futuro postapocalíptico en un mundo que se tornaba peor a medida que avanzaba la historia, no explicaba por qué mi mujer y mi pequeño Skylar decidieron quitarse la vida, sin decírselo a su marido y padre. Sin que me hubiesen dado la oportunidad de impedir que ocurriera. De esta forma, la impotencia se apoderaba de mí cada día que se esfumaba presos en un cubículo de hormigón infranqueable...

—Eh, Bastian, te estoy hablando. —Volvió a llamarme el traductor.

—Perdona, es que estaba pensando en todo lo que ha ocurrido, en esta historia, en que creo que no ha servido para nada... No sabes ahora mismo cómo me siento de miserable... —Las lágrimas estaban a punto de aflorar. Uczony se me acercó y me abrazó, con la calidez que brindan los brazos de un amigo y yo me dejé mecer por sus movimientos de balanceo, como cuando una madre acuna a su hijo en su regazo y le ofrece el cariño más puro y sincero que puede existir y puede haber existido en la historia de la vida en la Tierra. Incluso en aquel periodo de incertidumbre que había resultado ser la etapa Notable.

—Venga, no llores. Estoy convencido de que esto tiene una explicación, a pesar de que pueda parecer a simple vista que no la tiene. No obstante, no creo que esta parte del libro nos pueda ofrecer muchas pistas. Si te has fijado, a veces el narrador se va por las ramas y se convierte en el Capitán Rachmaninov; Fransz, quien se supone que no puede llorar, lo hace rompiendo esa ley anómala de la que habla el libro. Y para colmo, Frédèrick se pone a hablar con la Sombra. Es como si la maldad y las intenciones de von Häusern fueran un secreto a voces. Fransz también sabe que mató a Mijail, sin que Fred se lo hubiese mencionado, y los sueños... Creo que esto tiene un mensaje y hay que averiguarlo, porque puede haber algún mensaje encriptado que nos dé la clave para probar tu inocencia. Pero, para ello, hay que terminar de traducir —explicó Uczony sentándose sobre la mesa, distraído.

De repente, entró en la biblioteca un preso de nuestra sección llamado Gerault Kotlass, un tipo fornido con cara de pocas amistades y de tez morena, y se dirigió hacia nosotros con un gesto que no se correspondía con su gesto taciturno habitual.

—Algo está pasando fuera. Los celadores no dicen nada, pero se están oyendo gritos y disparos por toda la ciudad. —Aquellas palabras nos hicieron levantar de nuestros sitios, coger con prisa el libro y la tableta holográfica, y seguir al recluso en dirección al Claustro Central de la prisión. Otros presos estaban igual de desconcertados que nosotros y habían salido a buscar una explicación procedente de las autoridades, aunque cada vez que trataban de hablar con ellos, estos solo repartían mandobles con sus instrumentos de contención ciudadana. No había respuestas a nuestras preguntas. No teníamos derecho a saber nada. Y los medios de comunicación de los que disponíamos en la cárcel, tales como los periódicos electrónicos, no funcionaban.

Capitán de SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora