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Somos polvo, cenizas, materia en etérea forma que surca cada rincón del mundo con la incertidumbre de no saber dónde va a posarse. Más allá de la ruina humana y de las prisiones que encierran a los supervivientes de una raza sometida tras los muros de hormigón, hay una luz blanca que nadie más puede ver ni siquiera los de mi especie, sumidos en sus propias tinieblas. Es el amanecer, cuyos rayos dan de lleno en las motas de suciedad que pululan en apariencia tranquilas, mecidas por el aire contaminado.

Sin embargo, la luz por sí sola no logra transmitir nada. No es más que eso, luz, ondas de energía que nos hacen ver y ser lo que somos. Es nuestro corazón, el cual se encarga de crear algo que va más allá de los sentidos físicos, que hace que nos reconfortemos de una manera tan abstracta y misteriosa, como lo hacemos con el resplandor de un nuevo día.

Era el único que podía contemplar aquel paisaje iluminado por los tenues rayos, tras las nubes de polución. Solo, lejos de todo y de todos, balaceándome entre corrientes de aire, por primera vez, sin pensar en nada más que en lo que estaba sucediendo en el presente instante. Pensar, bendito don. Pensar por pensar y condenado a hacerlo, porque la consciencia de que podía hacerlo me había convertido en alguien especial entre la marea negra que comandaba. En aquel mundo de ciegos, yo era el tuerto. Eres especial, único entre un millón, me decía convencido, cuando la realidad era bien distinta. Era tan humano como aquellos a quienes quería destruir, guiándome por los instintos del colectivo al que pertenecía y de quienes también rehuía por ser meras máquinas de matar.

Mi verdadero deseo era huir y recluirme en un lugar remoto que no hubiese sido tocado por la Humanidad, tal vez una cordillera o la pared infinita de un abismo.

De hecho, me detuve un momento cuando alcancé la Cornisa Cantábrica y me dediqué a observar desde el borde de la vertiente, las dos orillas excavadas por dustsei y humanos esclavos, mucho antes de que las laberínticas fábricas se erigieran. Antes de que se consolidara la tiranía de los Notables y yo me alzase como sumo pontífice de las tropas espectrales. Antes de que la gente se hubiera dado cuenta de que había caído bajo el dominio de unos pocos que, aprovechando la confusión, tomaron un poder que no les correspondía. La existencia de aquella herida en la tierra, se debía a la necesidad de drenar las aguas de los océanos y convertirla en vapor de agua, que idearon la primera generación del Interferon y que Romanov presenció desde las alturas como un Dios omnipresente.

Todas esas memorias que habían quedado en el mercrodinio acudían a mí y se extendían como un cáncer. El colosal mausoleo de Lucy, convertido en estación de tren, la cornisa en la que me hallaba, la Peshchera, todos ellos testigos del horror que Romanov había confeccionado para el nuevo orden mundial. Lucy. Vera...

Otra vez una mujer que trastocaba el mundo de un corazón humano en el cuerpo siniestro de un general sin alma, sin sentido en su existencia. Pero también había algo más en estos episodios que parecían condenados a repetirse en el tiempo. Un hombre malvado que quería destruirnos a toda costa, hijo del hombre y de las tinieblas. Un escribano que conocía al detalle el punto débil de nuestra formación y que estaba dispuesto a arrancárnoslo de las entrañas.

Había alcanzado la Basílica cuando los rayos de luz del ocaso se reflejaban en la torreta y el zepelín descendía con balanceos sobre el Eolódromo. El recibimiento de la comitiva pasó del júbilo de la victoria a un silencio de desasosiego, cuando de la rampa corredera descendió un grupo que portaba un catre ocupado por el cuerpo inerte de un hombre maduro y deformado por torturas pasadas. Un humano al que todos conocían bien, o creían conocerle a la perfección y, sin embargo, la realidad era bien distinta.

Franz cerraba la fila. Los soldados encargados de esta solemne tarea, depositaron el cadáver en el suelo arenoso. No decía nada, el siempre silencioso deshollinador. Parecía que nada hubiese cambiado dentro de él y que solo ese cambio se hubiese manifestado en las personas que se congregaban a su alrededor. Vera había tomado un camino que yo no podía seguir y su mirada dulce e ingenua, se había tornado rabiosa y altanera, semejante al recurrente gesto de Hesperia Zackarina. La capitana, por el contrario, no había dejado de llorar en todo el trayecto hasta su madriguera infecta de traidores. Vanka Zaitsev, un tipo sanguíneo, con un genio vivo a pesar de las penurias que había tenido que soportar, manifestaba una calma inusual en su carácter, como si le hubieran arrancado un trozo de su alma para alienarle. Ni siquiera el sueño reparador que había experimentado en la cabina del globo aerostático le había permitido vislumbrar la situación actual y el futuro de esta con algo más de aplomo y optimismo. El luchador nato, el hombre que había sido apresado por tratar de liberar a su fábrica de la influencia de la alienación, lucía el aspecto más apagado de todos. ¿Y por qué sentía todo aquello? Por mi corazón, por supuesto. El mismo órgano que habían querido extirparme para que no sintiera dolor por un amor no correspondido, le era imposible no sentir también por unos seres a los que detestaba en mi interior. Para mí, era imposible ignorar al otro porque estaba conectado a su vez, con el ánimo y el sentimiento de otros corazones, y eso era un nexo que ni siquiera la red de mercrodinio era capaz de igualar.

Capitán de SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora