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Frederick sintió una terrible punzada en su pecho. Su corazón iba a salirse de su cuerpo de tanto latir. Trató de detener aquel sentimiento que había empezado aflorar, además de unas terribles ganas de abrazar a la joven de ojos claros.

—¿Va a venir o no? —preguntó ella con gesto interrogante al ver como el hombre experimentaba un cambio drástico en su lacónico carácter. Tenía la sensación de que se le había iluminado la cara al pronunciar su nombre—. ¿Se encuentra bien?

—Sí, es que he recordado algo muy importante —tartamudeó él joven—, acerca de algo que perdí hace mucho tiempo.

Aralia le observó sin comprender, de modo que esbozó un triste suspiro y se encogió de hombros.

—Me alegro por usted, pero mi amo se impacienta, si no hago lo que me manda con rapidez. Así que, le aconsejo que se dé prisa en decidir, si tiene algo de misericordia por mí, o me pegará una paliza —respondió ella con miedo sincero, de pronto.

Fred sacudió la cabeza y se apresuró a marchar junto a la muchacha, caminando por orilla del rió que atravesaba la base, igual de contaminado que el borde pavimentado el cual la bordeaba. El inmenso templo se había edificado sobre una loma colosal con una forma semejante al casco de un barco encallado de manera perpetua Sus paredes de pizarra oscurecida, rezumaban agua la cual había causado el desgaste ininterrumpido de una gruta bajo la roca.

«La Tierra no ha dejado nunca de llorar», pensó Fred conmovido por aquel milagro natural al que Aralia parecía no darle demasiada importancia, ya fuera porque estaba acostumbrada a ello o porque no le interesara.

—¿De dónde vienes, Aralia? —Fred intentó romper el silencio incómodo que les había envuelto a ambos, con un tono que no denotara su impaciencia por saber si era ella.

—El amo no me permite ofrecer más información de la necesaria a los clientes —contestó, dando por zanjado el asunto. Pero Fred no quería darse por vencido tan rápido.

—¿Qué clase de patrón es tu amo? —El joven mostró su furia, contrariado por las palabras de la joven. No concebía que un humano fuera capaz de esclavizar a otro por su beneficio personal, pero estaba claro que su ingenuidad le había jugado una mala pasada al juzgar de manera tan benévola al resto de humanos.

Ella no respondió. No tenía ninguna gana de hacerlo y él decidió no forzar más su parquedad. Siguió sus pasos de fantasma hasta un barracón amplio, iluminado por velas y en cuyo interior parecía que se estaba desarrollando un acontecimiento festivo. Aralia le abrió la puerta desvencijada del local y se encontró con una algarabía, semejante a la de los días de Cosecha en el granero. Mujeres de todas las ramas y colores bailaban una rítmica melodía que se escapaba de una extraña flor gigantesca, apoyada en la barra. Hombres de dudosa reputación y moralidad, pero de evidente pertenencia al grupo rebelde, bebían licor de trigo y mezcal de oruga a la par que cantaban la canción, desafinando por efecto de la embriaguez. Un intenso hedor a sudor y a sebo de vela, raspó de manera desconsiderada las fosas nasales del joven apocado de ojos tristes. Tuvo que contener una arcada para no salir corriendo de aquella pocilga humana y se repitió a sí mismo que debía aguantar si quería descubrir a la sabandija que le había citado. Un hombre, sentado junto a la barra de bar, les hizo una seña amistosa para que se acercaran.
Era un hombre de unos treinta y cinco años, de tez tostada y muy estropeada por efecto de la atmósfera, pero, aun así, su atractivo era indiscutible. Su pelo negro ensortijado estaba sujeto por un cordel de la misma tonalidad que el alquitrán. No cabía duda de que se trataba del hombre al que había estado buscando sin descanso. Pero la cuestión era, ¿qué hacía Aralia Blackwater con ese hijo del demonio, con la causa de su caída en desgracia?

Capitán de SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora