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A pesar de no haber tocado una hoz en su vida, Spencer se esforzó al máximo aquella jornada de siega, otro más en la vida del kulag. Había adquirido un tono de piel saludable gracias a la luz mortecina del sol y la paupérrima comida del granero.

Estuvo durante toda la tarde trabajando sin parar mientras Miguel le observaba satisfecho desde un rincón del campo cosechado, mordiendo ensimismado una espiga de trigo. Spencer no trabajaba por trabajar. Esta vez la fuerza de voluntad le guiaba lo que le aportó inmunidad a la alienación implantada en su cuerpo. Ya no podría volver a ser esclavizado ni los Notables tendrían ya control sobre la praxis de su alma.

Por la noche todo el mundo fue a sus respectivos cajones a dormir o a charlar con los habitantes de otras comunas para intercambiar botellines de licor de trigo, cigarrillos y fotos de jóvenes desconocidas. Lo más probable era que fuesen figuras de moda en una época lejana donde reinó la paz, borrada en su totalidad de la memoria colectiva.

Miguel tocaba aquel instrumento musical de seis cuerdas, escuchada por los habitantes cercanos a su cajón y todas las jóvenes enamoradizas que lo seguían por doquier. Spencer prestaba más atención que ningún otro; jamás había escuchado música y eso le fascinó tanto que ya no concebía su vida sin canciones. ¿Cómo de aquellas cuerdas metálicas rasgadas podían salir tan deliciosos sonidos?

De pronto, un rugido resonó por todo el granero. Miguel se levantó como un resorte y corriendo, se dirigió a la cámara baja de la estructura donde se encontraba la selfactina. Los brazos de la máquina, a la luz de las velas, resultaban más espeluznantes y el cuerpo parecía la panza de un sapo. La boca se abrió y de ella salió una luz espectral; todos engranajes se pusieron en funcionamiento.

Carmen Laforet y Spencer siguieron a Miguel, en completo silencio. Cundió el pánico entre los habitantes del granero, pero la curiosidad fue más fuerte, de modo que descendieron siguiendo a los tres desde una distancia prudencial.

—¡No estaba prevista una inspección hasta dentro de una semana! —susurró Carmen alarmada—. ¡Debo enfrentarme a ellos! Quién sabe si esta vez les da por arrebatarnos a los chiquillos... Algo ha debido de enfurecerles para que vengan a estas horas.

—No, Señora Laforet. Usted permanezca aquí y cuide del granero. No debe meterse en más problemas por mi culpa —ordenó Miguel haciendo un gesto para que la mujer se mantuviera al margen.

Spencer, desconcertado, observó la interacción de esta extraña pareja.

—¿Crees que te habrán descubierto? —preguntó Carmen. Por lo visto ella conocía la situación en la que Miguel se encontraba, y la conocía mucho mejor que sus ahijados y que otros habitantes de la plantación—. Hesperia dijo que, si salías del kulag, te sometería a un consejo de guerra. Ella también te busca, pero bajo mis órdenes no puede tocarte. Mantente al margen.

—No puedo hacerlo, si han venido hoy es porque algo no marcha bien. Y si algo no anda bien, se comerán a algún chaval. Tengo que impedirlo y salir de aquí... Tengo que decirles que estoy aquí. No es a Hesperia a quien temo. No lo entenderías...

Carmen le miró con el ceño fruncido.

—¿De qué estás hablando, Bakunin? Yo no te he dado permiso para tomar esa decisión. Estás desterrado y no puedes volver a la Basílica...

—No he dicho que vaya a volver a la basílica, Laforet...Una recién llegada sabe dónde está mi hermano. Tengo que encontrarlo y a ella también, porque se empeñó en rescatarle junto con el pelotón doce...

—¡Alto, alto! ¿Has dicho que una mujer viaja con un grupo de deshollinadores y no se me ha informado de ello? ¿En qué demonios estabas pensando! Si la descubren, la matarán. Ningún deshollinador se arriesgará a cuidar de ella si la descubren —respondió Laforet, colérica.

Capitán de SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora