Creo que la vida se compone de segundas oportunidades.
Creo que cada primera oportunidad que se nos da es muy poco para todo lo que se tiene que aprender. Por ello, en el último instante, cuando se acaba la batería y, como lo llamarían los actores, se cierra el telón; la vida decide ser justa y dar esa segunda oportunidad que tanto necesitamos. Creo que la vida se compone de segundas oportunidades porque no sabemos vivirla. Y tal vez por ello a veces parece ser la cosa más horrorosa e inestable que nos sucede.
Pero, tal vez, tan solo tal vez, lo único malo de la vida era que no sabíamos cómo vivirla, y que, absolutamente nadie estaba dispuesto a ayudarnos a saber cómo vivir. Porque todos, totalmente todos, lamentablemente, estaban aprendiendo a vivir hasta el día de sus muertes. Y, parecía absurdo. Aprender a vivir cuando sabes que vas a morir.
Quizá yo era parte de ese motón de personas que aprendían a vivir, y quizá esta era mi segunda oportunidad de vida. Pero también, y eso era algo que lo tenía claro, yo era parte del grupo de adolescentes de diecisiete años que sentían que el mundo se le venía encima, del grupo en el que saber quiénes éramos se trataba de un juego el cual llevábamos perdiendo desde que lo iniciamos.
Tal vez la vida sí estaba compuesta de segundas oportunidades.
Y tal vez, yo sí estaba en mi segunda oportunidad.
Porque, ¿de qué otra manera hubiese explicado que la música había llegado a mí para salvarme la vida?
—Entonces... tomas las llaves al llegar, abres el bar y les permites entrar —el hombre regordete, de barba blanca y cabello canoso se detiene frente a mí— les dices que pueden colocar los instrumentos en la tarima, que yo te he dado el permiso de dejarlos entrar.
Se moviliza detrás de la barra, tomas las llaves de las que habla y las tiende frente a mí, en el granito negro que refleja mi rostro. Por un momento miro las llaves reluciendo contra el reflejo, luego tan solo miro un borrón, y es mi rostro el que enfocan mis ojos. Entonces me pregunto si Samuel, que es mi jefe, se ha dado cuenta de que no me siento feliz con la idea de ayudarle.
—¿Me escuchaste, August? —asiento dos veces, lo hago una tercera para que no tenga dudas— Bien quiero que, por favor, por lo que más ames en este mundo, no te acerques a ese escenario durante ellos estén tocando.
Levanto mi mirada al fin, la clavo en el hombre que aceptó contratarme a pesar de ser menor de edad, el mismo hombre que me mira con una súplica silenciosa. Pienso en que quizá esa suplica se deba a que llevo tiempo colándome en el escenario para tocar, y que, ahora, una banda para nada reconocida piensa tocar aquí.
—Sam...
—August —niega— lo hablamos, nada de tocar en el escenario. Sabes lo que dicen tus padres. Tu padre es mi amigo, no quisiera que el día de mañana viniera a reprocharme.
—Sam... —insisto.
—August —mi nombre en su boca parece adquirir carácter, como si hablaba con un hombre de su edad y no con un adolescente que se pierde en sí mismo— así está mejor. Trabajas aquí porque tienes demasiado tiempo libre, y porque tu padre es mi amigo. Pero eres menor de edad, y se supone que no deberías estar en un bar.
Me mira. Siento el peso de su mirada carcomerme la piel, y por un instante desearía poder hundirme en mí, tomar todo lo que se encuentra a mi alrededor y destruirlo con mis propias manos para, tan solo así, dejar de sentirme acribillado por el dolor en mi pecho que me pide tocar, que me pide tomar una guitarra, sentarme en el escenario, mirar hacia las butacas y fingir que soy algún cantante famoso al cual todos desean escuchar.
Pero me doy cuenta que no soy capaz de ninguna de esas cosas, y que, de poder hacerlas, me recordaría los buenos modales que me ha enseñado mi madre. Por lo que, tan solo agacho la mirada tragándome el nudo en mi garganta, tragándome miles de sueños que estancan en mi estomago como un gran barco que ha tenido un mal naufragio en altamar. Todo termina hundiéndose, menos yo.
—¿Tengo derecho a mirarlos? —cuestiono.
Samuel sonríe satisfecho, más no feliz.
—Tienes derecho a verlos, muchacho —rodea la barra, me da golpecitos en el hombro—. Sé que deseas ser tú, pero por ahora no es tu momento. Vendrá, tan solo hay que esperar.
Se va. Me gustaría decirle que me he cansado de esperar, me gustaría decirle que estoy cansado de sentarme todas las noches con una guitarra en el escenario, que estoy cansado de siempre estar en la sombra. Me gustaría, pero no lo hago. Sé muy bien dónde se encuentra mi lugar: a unas calles de aquí, en un residencial de personas adineradas que no valoran la vida, solo los lujos.
Y que dos de esas personas son mis padres, que me aman mucho, pero que de igual manera piensan que esto de la música es un capricho mío, porque pronto, según ellos, creceré y pensaré mejor las cosas. Lo que no saben, es que hace años que lo único en lo que pienso es en tocar. En cantar y poder mostrarle al mundo todo el dolor, ira y felicidad que se encierra dentro de mi cuerpo queriendo hacerme explotar.
Pero quizá, no hoy.
Quizá, está no es mi segunda oportunidad.
Y yo deba esperar.
Esperar a que el universo se apiade de mi alma, y al fin, sin importar cuánto tiempo haya tardado, los focos del escenario se ciernan frente a mí.
bienvenidx, me alegra que estén leyéndome por aquí. Siento que esta historia tiene muchas vibes de "¿Quiénes somos de Noche?", por lo que, si gustas, puedes pasarte a leerla.
Deseo esta historia les guste tanto a como a mí me está gustando escribirla.
no olviden votar, comentar y, si gustan, compartir.
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Una última Canción ✅
Teen FictionPara August, su trabajo en Gypsy Bar, se define en borrachos malhumorados y bebidas baratas. A pesar de ello, no piensa renunciar cuando, cada noche, tras cerrarse las puertas, se sube al escenario para encontrar su momento de paz, donde tanto el so...