🎵Capítulo 29 - Ezra

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He hecho el amor

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He hecho el amor.

Lo he hecho con un chico que creo comienzo a amar.

Y no entiendo cómo es que esa palabra no me provoca terror. No me aleja ni me zambulle en un mar de dudas que hace querer escapar de esta vida y de las demás. Tan solo me trae calma, me provoca paz. Y por un momento se siente como si estuviese sobre el césped, mirando enteramente las estrellas; como si el mundo entero al fin se hubiese quedado sin tiempo al cual acelerar, y tan solo soy yo, el silencio del fin del mundo y todas aquellas sensaciones que una vez no me permití sentir pero que ahora me embargan para, en vez de hacerme sentir mal, demostrarme que estoy tan vivo como todas las personas a mi alrededor.

He hecho el amor.

Lo he hecho con un chico que ahora mismo me sostiene la mano, que se apretuja contra mí buscando la manera de encontrar un refugio que ni yo mismo he encontrado. Pero, aun así, aquí está: sus manos cálidas, su cuerpo pequeño. Lo he visto por completo hace unos días, y ese deseo que le hice saber que traía dentro, lo único que hizo fue avivarse. Encenderse de una manera fenomenal que, ni yo mismo siendo el dueño de mi vida, fui capaz de retener.

¿Qué me has hecho, August? ¿Qué me has hecho como para tenerme ante tus pies?

—Gracias por acompañarnos a cenar, Ezra.

El padre de August es alto, de hombros anchos, piel bronceada y ojos de un verde oscuro, casi gris. Me mira por el retrovisor, sonríe un poco, agacha la mirada y entra con el auto en el residencial. Tiene unas finas marcas sobre la frente, el cabello oscuro, corto al ras. Se ve mayor, lo suficiente como para ser de la edad de mamá, de la edad de papá. Andamos por unos segundos en las calles calmas del lugar, luego aparta en el garaje de su casa, apaga el motor y se queda ahí, con nosotros sentados en la parte trasera del auto.

—August —dice— ¿podrías ir a ver si se encuentra tu mamá?

Silencio. Los dedos de August me recorren la piel, y sé que está nervioso, sé que se pondrá a llorar.

—Papá... —sentencia.

—Solo ve —contesta con suavidad— por favor.

Ladeo el rostro. Me mira. Ojos verdes, no son iguales los de su papá. No solo son porque en los de August encuentro todo aquello que una vez perdí, y en los de su padre tan solo veo un vacío que se adopta con el tiempo.

—Puedes ir —susurro.

Niega, imperceptible.

—August —insiste su padre.

Los labios regordetes de él se sellan, inclina su rostro bajo la oscuridad del auto, besa mi boca con un toque ligero y se va. Lo miro rodear el auto, saltarse la entrada del garaje y rodear el camino de hiedra hasta que se encuentra frente al porche de su casa, donde sacude sus zapatos humedecidos y sube las escaleras para luego entrar.

Una última Canción ✅Donde viven las historias. Descúbrelo ahora