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El clima era perfecto, el sol brillaba como nunca antes y por el hermoso cielo azul volaban las bandadas de pájaros. Era perfecto, todo a mi alrededor lo era.

Me encontraba sentada en una glorieta, rodeada de todo tipo de flores y cerca de un pequeño pero hermoso lago que terminaba de hacer del lugar uno maravilloso. No sabía dónde estaba pero tan pronto lo supiera iba a intentar quedarme allí porque lograba llenarme de una paz nunca antes sentida.

“Kaia...”

Ese era mi nombre pero aquella no era mi voz y por más que intenté encontrar a quien le pertenecía, no lo logré.
Olvidándome de lo que creí que había sido una voz creada por mi cabeza, dejé de apreciar todo lo que se encontraba a mi alrededor y me centré en el suave cabello que no había dejado de acariciar con mi mano derecha.
 
— Mami. — Susurró una vez que sus ojos se abrieron después de una larga siesta.

— Tenías razón. — La imagen de una mujer con el cabello rubio y los ojos completamente blancos llamó mi atención. — Tus palabras eran ciertas.
 
No comprendía de qué me hablaba pero lucía herida, arrepentida. Ella debía tener una carga muy pesada sobre sus hombros para verse de esa manera.
 
— Te debo una disculpa. — Continuó hablando.
 
¿Quién era ella? ¿Por qué se disculpaba?
 
— Voy a remediarlo todo. — Aseguró cuando sus ojos cayeron sobre mi regazo, específicamente donde se encontraban esos suaves cabellos. — Mi hijo está sufriendo.
 
¿Hijo? ¿Cómo era posible que viéndose tan joven pudiera tener un hijo?
 
— Y todo es mi culpa. — Susurró.
 
Su mirada se había perdido en mi mano, esa que jamás dejó de acariciar el cabello.
 
— Mami. — Volvió a llamarme aquella dulce voz.
 
“Kaia…”

Sus ojos estaban sobre mí, podía notar como su insistente mirada intentaba que por fin le prestara toda mi atención.
 
— Debemos ilnos. — Movió mi brazo con insistencia hasta que mi rostro se giró para ver qué era lo que deseaba. — Papi no quiele soltalnos.
 
¿Papi? ¿A quién se refería? ¿Por qué no quería soltarnos?
 
— ¿Papi? — Murmuré por lo bajo.

— Sí mami, vamos. — Una tercera voz se escuchó, en esa ocasión a mis espaldas.
 
Unos delgados brazos se enredaron alrededor de mi cuello de forma afectuosa, como si de un abrazo se tratara.
 
— Vamos mami, papi no quiere dejarnos ir. — Habló alguien más.
 
Observé cada uno de los rostros y luego el de la mujer que seguía de pie, observando lo que ocurría. Estaba confundida, no sabía lo que ocurría.
¿Por qué me llamaban mami?
 
— Despierta… — Susurró la mujer de ojos blancos. — Yo arreglaré todo mi desastre. — Volvió a asegurar. — Tus hijos no serán bestias, sino grandes lobos que tendrán mi protección al igual que tú y la manada.

— Vamos mami. — Las pequeñas manos comenzaron a tirar de mí hasta hacerme caminar.
 
Estábamos alejándonos de ella, del lago y de la glorieta, nos estábamos alejando de todo aquel hermoso y perfecto paisaje.

— Siempre estaré en deuda contigo, Kaia. — Susurró la voz de aquella mujer.

— Papi va a estal muy feliz. — Canturreó a mi lado quien caminaba a mi lado, sosteniendo mi mano con delicadeza. — Ya quielo estal entle tus blazos mami.

— Pronto tesoro. — Susurré.
 
Estaba cayendo. ¿Por qué rayos estaba cayendo y a dónde?

De un momento a otro mis sentidos se desconectaron y los colores dejaron de deslumbrar mis ojos.

“Kaia, vuelve a mí…”
 
En un solo instante mis ojos volvieron a abrirse y sentía que no había respirado en años. Mi cuerpo dolía, la cabeza quería explotarme y ni hablar de mis oídos, que no dejaban de escuchar un molesto pitido y pasos corriendo para todos lados.
 
— ¡Kaia! — Alguien me tomó en brazos con tal poca delicadeza que terminó por confundirme. — ¿Puedes escucharme? Dime Caperucita, ¿te duele algo?
 
Mis ojos se elevaron hasta ver el rostro de quien me sujetaba y preguntaba con insistencia. Aquella mirada de color gris era idéntica a ella, a la niña que había estado con su cabeza sobre mi regazo.
 
— Cas…— Susurré.
 
Tenía la garganta tan seca que me costaba hablar.
 
— ¡Trae agua! — Ordenó fuera de sí. — Aquí estoy preciosa. Todo está bien Caperucita, todo está bien.
 
Con sus palabras quería aparentar que no había pasado un susto pero solo me había bastado verlo a los ojos para saber que la seguridad que intentaba transmitirme era pura falsedad. Había llorado, sus ojos estaban hinchados y un poco enrojecidos.

— Los cachorros. — ¿Les había ocurrido algo?
 
Esperaba que me dijera que los cachorros estaban bien porque de no ser así no estaba segura de lo que haría.
 
— Están bien, están perfectamente bien. — Asentí creyendo en sus palabras porque sabía que Castiel no iba a mentirme, mucho menos cuando se trataba de nuestros hijos.

— Los cachorros. — Susurré.

— Caperucita, ellos están… — Su ceño fruncido me daba a entender que no entendía porqué le había vuelto a decir lo mismo pero es que no había sido así.

— No. — Lo detuve con cierta brusquedad.
 
Castiel no podía ver lo que yo, pero frente a mí se encontraba ella, sujetando de las manos a tres niños que no dejaban de sonreír y saludarme con sus manitas.
 
— ¿Estás lista? — Preguntó la diosa. — Porque tus hijos están ansiosos por que los cargues.
 
Una sonrisa de su parte bastó para helarme la sangre y un pequeño dolor en mi vientre para que el pulso se me acelerara.

No, aun no era tiempo. Se suponía que mis cachorros no debían… El embarazo de las lobas era prácticamente la mitad que el de una humana pero aun así no era el momento. 
 
— ¿Kaia? — No podía hablar, estaba tan asustada que ni siquiera podía mirarlo a los ojos.
 
Cas intentaba ver con sus ojos lo mismo que yo pero al no hacerlo su preocupación aumentaba. Podía notarlo, lo sentía en la contracción de sus músculos y por la angustia que se instaló en mi pecho.
 
— Los cachorros. — Repetí. — Ya vienen.
 
El chico de ojos grises al parecer no estaba sentado como creía, pues su cuerpo cayó sentado en el suelo mientras que con sus ojos intentaba buscar algo en mí.
 
— Ya vienen…— Susurró. — Y… Ya vienen…
 
Hubo un momento de silencio antes de que se levantara de golpe y comenzara a gritar instrucciones a diestra y siniestra. Exigía que apareciera un médico en menos de dos minutos y que prepararan una habitación, así como gritaba que salieran del camino cuando me tomó en brazos.
 
— ¿Estás bien? — Preguntó con preocupación. — Estás asustándome, Caperucita.

— Es que… Es que no siento dolor. — Me reí con nerviosismo bajo su atenta mirada. — No siento nada fuera de lo normal.
 
Después de aquel dolor que me había dado en el vientre no sentí nada más y lo comprendí, aquello había sido solo un aviso para que fueran recibidos como se debía. Ese dolor en mi vientre había sido como una patada para que reaccionara porque ellos no estaban dispuestos a esperar más tiempo.

Son of the Moon© ML #2 [BORRADOR]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora