13. El palacio de Cronos

59 11 0
                                    

Saltar por una ventana a mil quinientos metros del suelo no suele ser mi diversión favorita, y aunque nunca había volado en escoba (salvo hace ya casi cuatro años en aquellas clases de vuelo) estaba segura de que era mucho mejor que aquello. Me parecía mejor hasta volar con Buckbeak que con aquellas alas. Apenas conseguía agitar torpemente los brazos. Caía en picado hacia el valle: directo hacia las rocas rojizas del fondo. Annabeth gritaba desde arriba:

—¡Extended los brazos! ¡Mantenedlos extendidos!

Obedecí, aunque era más difícil de lo que parecía. En cuanto los extendí, las alas se pusieron rígidas, atraparon el viento y frenaron mi caída. Empecé a descender planeando, pero ya con un ángulo sensato, como un halcón cuando se lanza sobre su presa. Aleteé una vez con los brazos, para probar, y tracé un arco en el aire con el viento soplándome en los oídos.

—¡Yuju! —gritó Percy.

Más allá, se divisaba la humareda que salía por los ventanales del taller de Dédalo.

—¡Aterricemos! —gritó Annabeth—. Estas alas no durarán eternamente.

-—¿Cuánto tiempo calculas? —preguntó Rachel.

—¡Prefiero no averiguarlo!

Nos lanzamos en picado hacia el Jardín de los Dioses. Tracé un círculo completo alrededor de una de las agujas de piedra y les dimos un susto de muerte a un par de escaladores. Luego planeamos los cinco sobre el valle, sobrevolamos una carretera y fuimos a parar a la terraza del centro de visitantes. Era media tarde y aquello estaba repleto de gente, pero nos quitamos las alas a toda prisa. Al examinarlas de cerca, vi que Annabeth tenía razón. Los sellos autoadhesivos que las sujetaban a la espalda estaban a punto de despegarse y algunas plumas de bronce ya empezaban a desprenderse. Era una lástima, pero no podíamos arreglarlas ni mucho menos dejarlas allí para que las encontraran los mortales, así que las metimos a presión en un cubo de basura que había frente a la cafetería. Usamos los prismáticos turísticos para observar la montaña donde estaba el taller de Dédalo y descubrimos que se había desvanecido. No se veía ni rastro del humo ni de los ventanales rotos. Sólo una ladera árida y desnuda.

—El taller se ha desplazado —dedujo Annabeth—. Vete a saber adonde.

—¿Qué hacemos ahora? —pregunto Percy—. ¿Cómo regresamos al laberinto?

Annabeth escrutó a los lejos la cumbre de Pikes Peak.

—Quizá no podamos. Si Dédalo muriera... Él ha dicho que su fuerza vital estaba ligada al laberinto. O sea, que tal vez haya quedado totalmente destruido. Quizá eso detenga la invasión de Luke.

Pensé en Grover y Tyson, todavía en alguna parte allá abajo.

—No —dijo Nico—. No ha muerto.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —dije

—Cuando la gente muere, yo lo sé. Tengo una sensación, como un zumbido en los oídos.

—¿Y Tyson y Grover? —preguntó Percy

Nico meneó la cabeza.

—Eso es más difícil. Ellos no son humanos ni mestizos. No tienen alma mortal.

—Hemos de llegar a la ciudad —decidió Annabeth—. Allí tendremos más posibilidades de encontrar una entrada al laberinto. Debemos volver al campamento antes que aparezcan Luke y su ejército.

—Podríamos tomar un avión —sugirió Rachel.

—Yo no vuelo —dijo Percy

—Pero si acabas de hacerlo.

HOPE: LABERINTOS Y TORNEOS. (III)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora