1. Un peculiar primer día en el campamento

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Mi llegada al campamento fue diferente aquella vez. Los dos últimos años había sido Dumbledore quién me había conseguido un traslador autorizado para poder utilizarlo una vez llegara a King Cross. Aquella vez, tardé dos días en llegar. Por primera vez, tenía una casa a la que ir. La casa de mi padre era muy diferente a la de mi abuelo. El vivía en un pequeño pueblo al suroeste de Inglaterra, la casa era bastante pequeña; dos habitaciones, un baño, cocina, salón-comedor y poco más. Pero, no me importaba. Me encantaba, en realidad.

Y fue mi padre el que me consiguió un traslador en el ministerio, en el departamento de transportes mágicos. Por lo que había investigado, no era especialmente difícil encantar un objeto con el encantamiento Portus para transformarlo en un traslador. Pero el ministerio debía tener controlados los viajes, si no se trataría de un traslador ilegal.

El traslador me dejó al pie de la colina, ya en Long Island, muy cerca de la carretera. Pero, por suerte, aquella vez había podido dejar mi baúl en casa y solo tenía que cargar con una mochila mientras subía a la cima. El joven dragón que hacía la guardia ahora dormitaba enroscado alrededor del pino, pero alzó la cabeza cuando me acerqué. Me sobrecogí ligeramente. Aun no me acostumbraba a ello.

Pasé por al lado del pino, cruzando la barrera invisible, y pude vislumbrar todo el campamento mestizo desde allí. Pero, no era como siempre. Se percibía la tensión en el aire, era como si la colina misma estuviera conteniendo el aliento y esperando que sucediera algo malo.

Descendí al valle. El campamento estaba ya muy lleno. Los sátiros tocaban la flauta en los campos de fresas, haciendo que las plantas crecieran con la magia de los bosques. Los campistas recibían clases de equitación aérea y descendían en picado sobre los bosques a lomos de sus pegasos. Sonreí al recordar a Buckbeak, y por un momento, me pregunté donde estarían el y Sirius. Salían columnas de humo de las fraguas y me llegaba el martilleo de los chavales que fabricaban sus propias armas en la clase de artes y oficios. Dos equipos estaban haciendo una carrera de carros alrededor de la pista y, en el lago de las canoas, un grupo de chicos combatían en un trirreme griego con una enorme serpiente marina de color naranja. Caminé hacia las cabañas mientras saludaba a los amigos con los que me iba encontrando, como los Stoll.

Cuando llegué a la cabaña de Atenea, dentro no había nadie. No era de extrañar dado que todos estarían en sus respectivas actividades. Tiré mi mochila en mi cama. Se me seguía haciendo extraño haber llegado tan ligera de equipaje. Pero, no me quedé mucho en la cabaña. Enseguida salí. Mi intención era unirme a las actividades, pero quería buscar a Annabeth antes que nada. Ya sabía que no encontraría a Thalia, se había unido a las cazadoras de Artemisa en invierno. Pero lo raro fue no ver a Annabeth por ningún lado. Ella me había dicho que ya estaba en el campamento. Pero, aun más extraño fue lo que encontré al pasar por el ruedo donde se practicaba la espada. Me quedé paralizada. Un enorme perro del infierno parecía descansar allí.

—¿Qué demonios...? —musité

—Bonita, ¿eh? —escuché de pronto una voz

Di un respingo. Me giré con rapidez y me encontré con un hombre que no reconocí. De unos cincuenta y tantos, pero en buena forma, portaba una armadura.

—Su nombre es señorita O'Leary —pronunció sin que yo dijera nada

Alcé una ceja.

—¿Señorita... O'Leary? —dije despacio desconcertada

—Exacto, es mi mascota —respondió él

—¿Tiene como mascota... un perro del infierno? —pregunté incrédula

—Así es —dijo él—. Me llamó Quintus, por cierto. Soy el nuevo instructor de espada

—Oh.. —fue lo único que salió de mis labios. No sabía que podía decir ante aquella situación. Además, me pareció un tipo muy raro.

HOPE: LABERINTOS Y TORNEOS. (III)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora