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Nunca había despertado tan temprano, como lo hice hoy. Entre el calor, el ruido de la calle, los pájaros y Fernanda caminando por toda la casa, fue imposible dormir un poco más. Tal vez, por eso es que me siento cansada y no logro concentrarme en lo que estoy haciendo. Llevo largos minutos intentando limpiar las mesas y cada que lo hago, me distraigo entre mis pensamientos y el cansancio acumulado.

—¿Qué más debo hacer? —pregunto cuando Fer sale de la cocina.

—Cuelga el menú afuera —pide mientras me entrega una pequeña pizarra—; colócalo a un costado de la puerta y barre la entrada por favor.

Obedezco, no muy feliz, y salgo para dejar el anuncio donde me indicó Fernanda. Tomo la escoba que está detrás de la puerta y comienzo a barrer la entrada, donde no hay más que polvo; se nota que no estamos en la ciudad. Si esto es el trabajo de Edgar a diario, creo que debe estar agradecido de haberse lastimado su pie, así se evita todo esto, tan aburrido.

—Deberías aprender a barrer, antes de hacerlo —reclama un joven con cara de pocos amigos—. Estás haciendo que el polvo vuele.

Las risas de sus acompañantes se hacen presentes y odio tener a un grupo de idiotas molestándome sin conocerme.

—Si tanto te molesta, lo puedes hacer tú —le respondo de mala gana.

—Déjenla en paz —interviene la chica, que toma de la mano al idiota que me molestó.

—¿Tú quién eres? —pregunta su amiga.

—Quien sea, no creo que deba importarles.

—Yo soy Lucía —responde—, ellos son Caro y José —presenta a la parejita.

—No esperen que les diga que estoy encantada de conocerlos, porque no es así.

—Entonces ¿quién eres? —insiste la tal Caro— No te habíamos visto antes.

—Me llamo Amelia.

—¿La hija del señor Manuel? —pregunta José muy sorprendido.

—¿Algún problema con ello?

—Discúlpame, no fue mi intención molestarte —responde con una sonrisa—. Mi abuelita dijo que regresarías; siempre es mejor regresar.

¿Por qué diría eso una señora, a quien ni siquiera conozco?

Intento ignorarlos, pero, al ver que se sientan en una de las mesas, me veo obligada a atenderlos y a ofrecerles, con una sonrisa falsa, el menú.

Afortunadamente, no pasa mucho para que el lugar se comience a llenar y poco a poco las demás mesas van ocupando mi atención y así, por fin, puedo ignorar a los tres que, seguramente, están hablando de mí.

Cuando da la hora indicada, Fernanda me entrega la bolsa con los pedidos que debo llevar esta vez y son menos que ayer, lo cual agradezco, porque el sol está en todo su esplendor y sus rayos arden al entrar en contacto con mi piel.

Salgo del negocio en dirección a las calles del pueblo y entonces recuerdo que entre mis pedidos está el de la hacienda Lagarde. Apresuro mis pasos para realizar todas las entregas en un menor tiempo y así, ir tranquilamente hasta allá.

Cuando me interno en el camino que lleva al cerro, logro percibir una ligera corriente de aire que refresca de inmediato mi temperatura; eso es lo único bueno de este lugar. Conforme me acerco a la hacienda, el clima se vuelve más agradable y mi mal humor desaparece.

Llego ante la gran puerta de madera y respiro profundamente antes de tocar. Solo espero que esta vez, no termine siendo desagradable como ayer.

—Amelia, llegaste antes —una mujer desconocida, pero mucho más amable y sonriente que quien vi ayer, me saluda, apenas abre la puerta.

Ardiente tentaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora