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Por más que ignore a Dolores, sé que es imposible dejar el tema de Fernanda en el olvido. Solo a mí se me ocurre decir que es perfecta enfrente de esa señora que parece saber más de lo que aparenta.

¿Es que acaso somos muy obvias?

No.

Ni siquiera hay nada entre nosotras.

Todo el día me concentro en las indicaciones que Dolores me brinda. Honestamente, eso de cocinar no se me da tan mal, si solo consiste en ser un robot que ejecuta las instrucciones que alguien más le da. Bien podría ayudar a Fernanda de esta manera en un futuro. Así, ella no estaría a cargo de todo y se cansaría menos.

Yo haría todo porque ella esté bien y, si eso implica que huela a comida y a grasa o me exponga a algunos salpicones de aceite hirviendo, no me quejaría.

Ella vale la pena.

—Se te va a derretir el cerebro de tanto pensar —se burla Dolores.

—¿Qué? —respondo distraída.

—Amelia, ya lavaste esa olla dos veces y no te has dado cuenta. Eso solo significa que estás aquí, pero tu mente está en otro mundo. O en otra persona.

—Para nada —corto sus palabras—. Tenía una mancha difícil, por eso la lavé una vez más.

—Y yo nací ayer.

—Si usted lo dice —respondo en el mismo tono haciéndola sonreír.

Desconozco si es verdad que lavé la olla dos veces o si es un juego mental de Dolores contra mí, pero acepto que mi mente, definitivamente, está con la mujer que me roba cada pensamiento.

—Edgar se ha ido; dijo que ya todo estaba limpio.

—Gracias por ayudarme el día de hoy Dolores. —Aprieto sus manos en señal de agradecimiento. —Ahora confirmo que Edgar y yo no hubiéramos podido solos.

—No te preocupes niña; yo, al igual que tú, lo hice por Fernanda.

—Claro.

Suelto sus manos antes de que perciba mi sudor y me alejo lentamente para poder tomar las llaves del lugar. No dice más y me sigue de cerca mientras me encargo de cerrar correctamente.

¿Por qué me tienen que pasar estas cosas a mí?

La insistencia de Dolores sólo me obliga a negar, verbalmente, lo que mi mente no se cansa de fantasear.

—Amelia —retoma la plática después de avanzar un poco—. Quiero que sepas que no te estoy juzgando.

—No dije que lo hiciera.

—Tal vez no, pero noto tu incomodidad y sé que, en parte, es porque crees que tengo una mala idea respecto a ustedes —suspira tranquilamente—. No es así.

—En general, no entiendo ni siquiera la idea que usted tiene.

Me hago la desentendida para evitar aceptar o negar cualquier idea que se ponga en mi contra.

—Las miradas no mienten Amelia.

—¿Las miradas? —pregunto bobamente— ¿De quiénes?

—Vaya que eres rejega.

Me río ante su queja y la manera en la que me reclama, pero, al ver que se mantiene seria, controlo mi risa.

—Fernanda es mi tía —concluyo después de un minuto, como si en verdad me fuera necesario recordarlo una y otra vez.

—Yo he visto que ustedes se miran diferente —explica incitante—. A veces se ríen, a veces se pelean, otras veces se consumen con la mirada y es algo que no se puede ocultar.

Ardiente tentaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora