29

1.6K 183 34
                                    


Odio ese sentimiento de impotencia que, cuando más deseas que algo suceda o, en este caso que no suceda, la vida juega todas sus cartas en tu contra y no hay muchas probabilidades de salir victorioso.

No hay peor sensación en el mundo que ésta.

Tan solo el ver que la mujer de tu vida está en tus brazos, agonizando y perdiendo la batalla, es como sentir la muerte en vida. No deseo ser yo quien presencie su último suspiro, pero por nada del mundo la dejaría sola. No en estos momentos.

Edgar se equivocó al decir que Fernanda no respiraba, pero no su percepción no está muy lejos de eso; ella está tan débil que, incluso es difícil escuchar sus latidos y su pecho se eleva casi imperceptible, denotando su debilidad.

—El médico está llegando —interrumpe Caro con exhalaciones pesadas y es seguida de cerca por el mismo señor que estuvo en la casa de Dolores el día de su muerte.

No tengo nada en su contra, pero el solo hecho de verlo, me provoca un mal augurio.

—Amelia... —Edgar coloca una mano sobre mi hombro. —Debes dejar que haga su trabajo.

—No puedo —me niego a apartarme de ella—. No puedo dejarla sola.

—Entonces no lo hagas —responde el médico de inmediato—. Yo no tengo mucho por hacer en esta situación.

—¿Por qué siento que su tono se escucha a una disculpa?

—Amelia —el médico cierra los ojos brevemente, tomando valor para continuar hablando—, Fernanda está muy débil, y yo no puedo hacer nada sin un quirófano y unas cuantas unidades de sangre. Lo siento mucho.

—No...

—El pueblo vecino no está tan lejos —comenta Edgar con desesperación—. Podríamos ir.

—Ha perdido mucha sangre —refiere el médico señalando el charco escarlata que se encuentra a mis pies y del cual no me había percatado hasta ahora—. Me temo que, si la movemos, no resista ni un minuto más.

—¡Usted es médico! —reclama Caro—. ¡Podría hacer algo hasta que lleguemos al otro pueblo!

—En serio, lo lamento.

Parece que lo que sabe de medicina, es lo que yo sé de física cuántica.

Nada.

—¿A caso el disculparse es lo único que puede hacer? —pregunto enfadada.

Cuando está a punto de responder, su voz queda en segundo plano y lo ignoro por completo, pues Fernanda comienza a temblar en mis brazos y no sé si es una convulsión o simplemente es la energía abandonando su cuerpo.

—Resiste bonita —le susurro abrazándola con fuerza—; por favor no me hagas esto.

La observo y su piel luce completamente pálida, gotas de sudor cubren su rostro y sus labios se ven tan blancos que se confunden con sus dientes.

¡Maldita sea!

Un estremecimiento más, provoca que Fernanda abra los ojos para regalarme esa mirada que, aunque luzca apagada y distante, siempre será la más bonita que podría imaginar.

A ella le cuesta mantener los ojos abiertos y a mí me cuesta contener las lágrimas que provocan un escozor que no se compara con lo que está sintiendo mi corazón.

El brillo de la vida comienza a abandonar sus ojos y estoy segura que mi alma se va con él. Lo único vivo que se refleja en esas perlas color miel, es el reflejo de las llamas que consumen a las causantes de todo esto.

Ardiente tentaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora