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En algún momento de mi vida, no me importaba si tenía aventuras de una noche y ya, pero justo hoy, me siento fatal por lo que pasó anoche.

Me levanto de la cama y al sentir que todo me da vueltas, me obligo a volverme a sentar. Desconozco el lugar a primera vista, pero después de unos segundos descubro que estoy justo en la habitación donde Ámbar se encargó de curarme aquella vez.

¿Dónde estarán Amira y Ámbar?

No logré averiguar nada y, por si fuera poco, terminé tan agotada que ni siquiera logré llegar a casa a dormir.

Fernanda me va a matar.

Lo estoy haciendo todo mal.

Busco mi ropa para poder vestirme de inmediato, como si eso me ayudara a sentirme menos desastrosa de lo que me encuentro. Al salir de la habitación, la luz no invade mis ojos y compruebo que aún es temprano cuando veo el color rosado del cielo, el cual indica que está por amanecer.

Debo darme prisa.

Avanzo rápidamente hacia la puerta de la hacienda, pero mi atención se ve atraída por un ruido proveniente de una de las puertas que siempre se encuentran cerradas. Me acerco sigilosamente y, aún sabiendo que está mal, pego mi oreja a la puerta, sin embargo, lo único que logro escuchar son algunos suspiros y un par de metales chocando entre sí.

—¿Ámbar? —susurro— ¿Amira?

Silencio.

El ruido, que antes había escuchado, cesa y sé que no debí haber preguntado nada.

Tonta.

Sin dudarlo, intento abrir la puerta, pero está cerrada con llave y fracaso con mis intenciones de ir más allá.

Maldita sea.

Continuó avanzando y un sonido muy similar se cuela por debajo de otra de las puertas.

Pero, ¿qué pasa?

Me quedo de pie, congelada; incluso retengo mi respiración para evitar que exista algún otro sonido que me confunda, pero nuevamente el silencio se apodera del lugar.

—Amelia, buenos días.

Me sobresalto al notar la presencia de Amira a mi lado.

Debo controlar mis nervios.

—Buen día.

—¿Pensabas irte así? ¿Sin despedirte?

—Debo llegar a casa, lo siento. ¿Y Ámbar?

—¿No quieres desayunar? —Hace caso omiso a mi pregunta.

—Gracias, pero tengo prisa.

Ignoro su mirada y apresuro el paso hacia la puerta para poder salir, de una vez por todas. De pronto, me encuentro corriendo por las calles del pueblo para llegar cuanto antes a la casa. Se nota mi desesperación, pero a esta hora no hay nadie afuera; además, estoy segura que Fernanda debe estar molesta.

Al llegar a casa, abro lentamente la puerta y, a pesar de mis cuidados, ella ya se encuentra en la cocina sirviéndose un poco de café.

—Buenos días —exhalo presa de la culpa.

—No tan buenos como los tuyos, seguramente.

—Fer...

—No necesito explicaciones, Amelia —me interrumpe—. Yo misma te he ocultado cosas y sé que no me debes nada.

—No es lo que piensas.

—¿No? —una risa sarcástica retumba en la cocina— ¿No es lo que pienso? Pero, entonces, ¿qué son todas las marcas en tu cuerpo, Amelia?

Ardiente tentaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora