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Llevo toda la mañana actuando en piloto automático porque no logro concentrarme en mis labores, pero aún así, todo lo hago mecánicamente para no tener problemas con Fernanda.

Pasé horas frente al espejo y no logro entender cómo es que mi espalda luce perfectamente bien. Estoy segura de que no lo imaginé. Vi mi blusa manchada, sentí la sangre escurrir por mi piel, las heridas ardían y el escozor me impedía moverme con libertad.

¿Por qué no hay rastro de ello?

Fernanda insiste en que estoy loca; ahora cree que me tardé por estar inmiscuida en otro tipo de asuntos en la hacienda, y el hecho de regresar con una blusa ajena, no hace más que reafirmar sus erróneas sospechas.

No necesito que me juzgue, solo necesito que me crea.

Si tan solo no hubiera olvidado mi blusa sucia, todo habría sido diferente; pero ¿cómo explicar algo, a lo que no le encuentro lógica?

Termino de guardar la comida y descubro que, esta vez, el pedido para la hacienda Lagarde, incluye una ración más. ¿Ellas lo pidieron así?

No soporto la mirada molesta, de Fernanda sobre mí, así que he mantenido mi distancia hoy, a pesar de que las dos estamos en el mismo lugar, la evito; si no puede ni dedicarme una sonrisa, no quiero convivir con ella en un silencio incómodo.

—¿Ya están listos los pedidos? —Edgar pregunta, cuando entra a la cocina.

—Sí, ya están todas —respondo guardando el último—. ¿Sabes por qué hay una porción extra para la hacienda? —susurro mi pregunta para evitar que Fer escuche.

—Ayer así me lo pidieron. —Hace una mueca despreocupado. —Por cierto, ¿cómo sigues de tu caída?

—Mejor, ya no me duele —al momento de responder siento la mirada de Fernanda sobre mí—; al parecer sanó rápido.

—Eso es bueno; mi pie también se recuperó en pocos días —sonríe amable—. Entonces, ¿ya decidiste quedarte?

—No lo sé —respondo honesta—; tengo esta semana para decidirlo.

—Espero te quedes porque, aunque ahora no se note —susurra—, Fernanda está más alegre desde que llegaste.

—¿Y si hago las entregas hoy? —sugiero sin pensarlo.

—No creo que sea buena idea —responde desconfiado—; Fernanda me paga por ello y...

Doy media vuelta, dejando sus palabras al aire, y comienzo a acercarme a Fernanda quien ignora por completo mi presencia.

—Entonces —aclaro mi garganta para atraer su atención—, ¿vas a seguir molesta?

—Yo no estoy molesta Amelia —responde cortante.

—No es lo que parece. —Nos señalo a ambas haciendo notar el trato tan distante.

—¿Qué necesitas Amelia?

—Hoy haré las entregas, mientras Edgar se queda aquí ayudándote.

—Ahora hasta buscas excusas —responde molesta.

—¿Cuáles excusas? —me quejo.

—Mira, me da lo mismo lo que hagas —suspira fastidiada—; ya no eres una niña y creo que ni siquiera tengo derecho a imponerte reglas o regañarte por lo que haces o dejes de hacer. Pero si algo me molesta, es que me quieran ver la cara.

—Pero, lo que te dije es cierto.

—Basta de tonterías y excusas baratas —frena mis palabras—. De verdad me asusté cuando inventaste lo de la espalda y no es justo que juegues con cosas así.

Ardiente tentaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora