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Es tarde, bastante tarde ya. Avanzo por las calles del pueblo y todo luce desierto, incluso el ruido de las pláticas que tienen las personas ha disminuido, aunque aún se ven luces en las casas, el silencio de la noche está presente; ni siquiera se escuchan grillos, ni nada.

¿En qué momento pasó tanto tiempo?

Tal vez cuando me distraje entre los labios de Ámbar y Amira, haciendo que el tiempo fuera lo menos importante a mi alrededor.

Con solo acercarme a la casa de Fernanda, mis manos comienzan a sudar de los nervios y no precisamente por el calor, sino porque sé que debe estar hecha una furia.

Entro sin hacer ruido, con la esperanza de que ya se encuentre dormida, por la hora, pero no es así; como en cualquier escena típica de película, Fernanda está sentada en la sala, con cara de pocos amigos y sumergida en la penumbra, completamente a mi espera.

—¿Se puede saber dónde estabas? —pregunta molesta— O es que, para eso, la señorita se va a inventar otra excusa.

—Nunca he inventado excusas.

Su mirada recorre mi cuerpo con desdeño y ahora es cuando reparo en que, debo tener la peor imagen. Mi cabello está completamente alborotado, lleno de friz y seguramente con algunos nudos. Además, mi piel está pálida; siento mis labios hinchados y ni decir de la falta de fuerza en mis piernas y el agotamiento en general.

Maldita sea.

—Como digas Amelia.

El tono de sus palabras cambia y ya no es de molestia; podría apostar que escucho un poco de decepción y lo compruebo cuando baja su mirada y suspira el aire que llevaba reteniendo.

—Lo lamento —me disculpo mientras me acerco a ella—. Sé que hice mal en no avisarte, pero...

—No me debes ninguna explicación —interrumpe mi frase.

—Pero vivo en tu casa —le explico— y es lo menos que mereces. Confieso que me molestó el hecho de que me juzgaras, pero al final tenías razón.

—Así que encontraste en alguna de ellas, lo que no estabas buscando cuando llegaste aquí.

Evito decirle que, en realidad, lo he encontrado en las dos. No necesita ese tipo de información y tampoco deseo brindársela.

—Lo lamento.

—Eso ya lo habías dicho —responde con una sonrisa triste—. También lamento haberte hablado como lo hice.

—No te preocupes. —Acaricio su hombro y la siento tensarse al momento. —También prometo poner más empeño al ayudarte en la cocina y no hacer como hoy.

—Gracias —respira profundamente y tarda unos segundos en volver a hablar—. ¿Quieres una cerveza?

—Prefiero descansar —rechazo su oferta— y darme un buen baño.

Asiente lentamente y noto como captura sus labios evitando hacer alguna expresión que denote tristeza o enojo, lo que sea que esté sintiendo.

No responde, así que comienzo a caminar hacia mi habitación, pero de pronto, mis oídos comienzan a emitir un zumbido molesto y siento que el sudor de mis manos aumenta, a tal grado de que, la humedad ahora es casi como si me las hubiera lavado.

Freno mis pasos e intento regular mi respiración, pero es inútil; mis nervios aumentan en cuanto mi vista comienza a verse afectada y en lugar de una imagen clara, miles de luces mezcladas en una oscuridad profunda invaden mi campo de visión.

No puede ser.

—¿Amelia? —escucho apenas en un susurro— ¡Amelia! —la voz comienza a apagarse y no se en qué momento, se vuelve todo negro.

Ardiente tentaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora