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Con cada día que pasa, este lugar se vuelve más monótono y aburrido. Por más que intento encontrar una manera más entretenida de invertir mi tiempo, no logro hacerlo.

Me gusta caminar y puedo decir que ya conozco las calles de memoria e incluso cada casa y sus habitantes. No es porque sea chismosa, sino porque aquí, parece que sus puertas no cierran; todo el tiempo, sus casas se encuentran abiertas y siempre hay gente, dentro y fuera, hablando como si fuera lo más normal del mundo.

No he decidido si quedarme o irme, y aunque siempre hay más cosas que inclinan la balanza para salir de aquí, empiezo a sospechar que también hay algo que no me deja alejarme.

Hoy decidí salir a conocer los alrededores; como Edgar ya regresó a sus labores, eso me da un poco de tiempo libre para mí, pues aun ayudo, pero ya no hago entregas.

El campo es inmenso y compruebo que Fernanda tiene razón respecto a las muchas marcas negras que hay en el suelo, definitivamente son rastros de algún incendio anterior, pero nada del otro mundo o que parezca sospechoso.

Durante mi paseo, cuento cada paso e intento memorizar en qué dirección he girado para no perderme y reconocer el lugar; sin embargo, ya van varias veces que cambio de rumbo y lo único que logro, es volver a chocar con los límites de la hacienda Lagarde.

Esto es imposible.

Si mi trabajo fuera el ser un GPS, definitivamente estaría despedida.

—Estás perdida —la voz de Ámbar me provoca un sobresalto.

Intento girarme rápidamente para poder verla, pero mis pies se atoran entre sí y me tambaleó torpemente hasta chocar contra un árbol y resbalar, raspando mi espalda contra el tronco mientras caigo.

—¡Auch! —me quejo cayendo contra el piso y doy un par de manotazos contra el suelo, desahogando mi frustración.

—¿Te hiciste daño? —Ámbar se acerca rápidamente hacia mí.

—¿Por qué apareces así de la nada? —le reclamo con coraje— De no ser por ti, yo estaría perfectamente bien.

—¿Te hiciste daño? —insiste.

—Por supuesto que no; estoy perfectamente bien —respondo orgullosa.

Mi respuesta se ve interrumpida cuando siento un líquido caliente resbalando por mi espalda y un escozor impresionante que me obliga a sostener la respiración y morder mis labios para evitar hacer una mueca de dolor.

—Amelia, deja de mentir —ordena con su voz tan fría y dura como siempre—. Vamos a la hacienda, debo curarte.

—Puedo hacerlo sola.

—No —me corta tajantemente—. No puedes ni encontrar el camino a casa sola.

—¿Y tú qué sabes?

Consigo ponerme de pie y, con cada movimiento, mi esfuerzo por evitar gritar del dolor incrementa. La camisa que traigo puesta se encuentra pegada a mi espalda y no es difícil imaginar que la mancha de sangre ahora es totalmente notoria.

—Llevo un buen rato observándote y siempre cometes el mismo error —se burla ante mi torpeza—. Te guías por tu izquierda o derecha, y no por el sol.

—¿Eres guía de turistas?

—No —pone los ojos en blanco—, pero tengo buen sentido de la ubicación, cosa de la que careces.

Su mano se apoya sobre el tronco del árbol contra el que choqué y comienza a acariciar la tersa superficie, observando con delicadeza y demasiada atención cada detalle. Su mano se mancha con un poco de mi sangre, pero cuando volteo a ver el tronco, éste luce limpio.

Ardiente tentaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora