Narrador omnisciente
No leemos historias dos veces. No, no lo hacemos. La emoción de la primera vez es incomparable a la segunda y a la tercera. Es por ello que la narración de esta primera parte será reducida, sin perder el sentido a como era en primera instancia.
Quiero que se vuelvan a emocionar. Quiero que lo sientan en su piel, en sus corazones, pero más en el alma.Y aquí vamos nuevamente...
Un 10 de diciembre de 1830, Emily Norcross Dickinson, engendró a quien llevó también su nombre. Quién diría que la segunda hija de los Dickinson sería sumamente reconocida por ser desconocida.
Escondida tras la puerta de su habitación, escribiendo aproximadamente unos mil ochocientos poemas, de los cuales solo una parte fueron publicados.
Enamorada de la muerte, enamorada de la vida. Era única en su pueblo, y nadie la comprendía. Lo digo en pasado porque los trece años fueron los cuales dieron un giro a su vida.Gobernada por las reglas ortodoxas que seguía su familia. Teniendo que soportar aquel régimen y sistema tan machista que existía. La revolución no la vivía protestando en las calles, protestaba desde su silencio, desde pedazos de papel y tinta derramada.
Basada en sus propios principios: naturaleza y vida eterna. Cimentó cada día más aquello. Cada día se levantaba con la seguridad de creer en lo que era extraño y bohemio para todos.
Hubieron rumores de haberse enamorado de hombres mayores a ella, pero bien sabía sus más oscuros y pecaminosos secretos. Estos hombres, quienes eran sus maestros, eran dignos de admirar, de amar, incluso de enamorarse, pero una vez llegada la hora de entender el "enamoramiento", lo supo. Nunca se enamoró de ellos, simplemente llenaban los pequeños espacios en su corazón que decían "papá".
[...]
Narra Emily
Mayo era la primavera en todo su esplendor. Era tiempo de lluvia y sol y flores.
Apenas salía de la escuela, no iba a casa a estudiar. Me quedaba en el campo porque ahí todo era mejor. Estudiar era lo último que hacía y lo segundo mejor que sabía hacer. Lo primero era la jardinería.
Académicamente hablando, mis calificaciones eran impecables. Literatura y lenguaje era mi materia con puntaje más alto. No entendía matemáticas, por ello es que hacía los deberes de lenguaje de Adolph y él hacía los de números. Sabía cómo jugar a esto y nunca nos atraparon. Probablemente fui muy astuta, aunque no se los recomiendo.
—¿Te gustan?—la pequeña y delgada silueta de una niña, que estaba de espaldas hacia mí, se hizo presente sin haberme percatado antes. Ella observaba las flores de cerezo que se enredaban en la banca de madera.
Se dio la vuelta y sin tener que dar mucha explicación, les puedo asegurar que me sorprendí.
Una niña de estatura un poco baja, con el cabello castaño y ondas al final. Ojos miel y cejas definidas, del mismo color que su cabello.
Su piel era tersa a simple vista. Pálida y bastante delgada. Labios rosa como los cerezos, y la sonrisa que salía de ahí era la más contagiosa.No hizo más que mover su cabeza para poder asentir. Sus mejillas se habían tornado rojas y su mirada ya no era más hacia mí, sino que a una mujer bastante bella, que se acercaba a nosotras—Buenos días—la voz de aquella mujer era tan dulce y armoniosa—Susan, ¿hiciste una nueva amiga?—la tal Susan no dio respuesta, solamente sonrió—¿Cuál es tu nombre, señorita?—
—Emily, Emily Dickinson—extendí mi mano y de pronto su sonrisa desapareció—¿Dije algo indebido?
—Para nada—la mujer respondió—creo que tu apellido se me hace familiar—ladeé mi cabeza—¿Eres sobrina de Greg Dickinson?—