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— Mamá... ¿has visto mi sudadera Jordan naranja?

Todas las mañanas era la misma historia.

— Está en el segundo cajón del armario.

No le oí quejarse así que supuse que ya la había encontrado. Seguí preparando el desayuno. Eran las siete y media y mi día ya se presentaba caótico. Me levantaba todas las mañanas con prisas, con cosas que hacer y lidiando con un adolescente y no era precisamente lo que mas me apetecía hacer de buena mañana.

Adam entró en la cocina. Sonriente. Se acercó a mí y me dio un beso en la cabeza.

— Buenos días mamá— me dijo.

— Buenos días hijo. Toma— le dije dándole una tostada— aun está caliente y en la mesa tienes tú café—

— Mamá puedo hacerlo yo—

— Lo sé, pero me gusta hacerlo— mentí.

No era algo que me entusiasmara pero como no tenía nada mejor que hacer en todo el día... era eso o quedarme en la cama metida todo el día.

Mi vida se limitaba a cuidar la casa, cuidar de mis hijos, complacer a mi marido y si aun quedaba tiempo, quizá pensar en mí.

Nadie me dijo nunca que casarse y tener hijos significaba renunciar completamente a tu identidad, o si me lo dijeron, no quise creerlo.

Diez minutos después, cuando Adam ya se estaba despidiendo a correprisa, dando el último bocado a la tostada y saliendo con la boca llena apareció Max con su sudadera Jordan naranja. Agarró una tostada de la mesa, le dio un sorbo al zumo de naranja y gritó a Adam para que le esperara.

— Puedo llevarte yo al colegio hijo— Le dije yendo tras él.

— Ya lo acerco yo, no te preocupes— me dijo Adam.

— Vale, cuidado con el coche—

— Ah mamá.. — me dijo Max desde el coche bajando la ventanilla— después del colegio he quedado con unos amigos—

— Es jueves hijo, mañana hay colegio—

— Pero mañana nos vamos de excursión...—

— Bueno, no llegues muy tarde—

Se fueron y yo volví a casa. Mi jaula. Así la sentía desde hacía unos años. Demasiados. Me puse a recoger la cocina, aun seguía en pijama, subí arriba para cambiarme y recoger las habitaciones. La de Adam no me hacía falta. Él era pulcro, ordenado y metódico. En cambio Max era un desastre. A veces le excusaba por su edad, estaba en plena adolescencia, pero luego recordaba que Adam incluso a sus 17 era ordenado y limpio.

No eran ni las diez que ya lo tenía todo hecho. Así que agarré las llaves del coche y me fui al supermercado a comprar algunas cosas para cocinar. No es que no me gustara mi vida. Tenía dos hijos maravillosos, un marido guapo y con un buen trabajo, una buena casa, estabilidad económica. Pero aun así sentía que me faltaba algo. Sentía que yo no estaba en ese mundo para no hacer nada. Y sobre todo sentía que necesitaba trabajar. Ejercer de aquello que tanto esfuerzo me había costado conseguir. Porque sacarse una carrera, en concreto administración y dirección de empresas, con un hijo recién nacido no había sido fácil y yo... lo había conseguido.

Olé por mí.

Comí sola como casi cada Jueves. Max comía en el instituto, siempre. Adam venía algunos días a comer a casa, pero los Jueves empezaba antes las clases y a penas le daba tiempo tras salir del trabajo a comer y se iba directo.

Mi silencio.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora