Capítulo LI: Epilogo II

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Cuando nuevamente estás completo, los años comienzan a transcurrir de manera veloz, pierdes a tal manera la noción del tiempo que no te das cuenta cuando empiezas a quejarte por todo y a sonar como abuelo al dar un consejo. Nueve años habían transcurrido desde aquel concierto y las cosas habían cambiado someramente, al grado que me encontraba en la entrada de un kínder ubicado en la zona rural de la ciudad. Estaba llegando un poco más tarde de lo reglamentario, pero podía utilizar de excusa que aún no me acostumbraba a la ciudad. Aunque había crecido allí, estar tantos años afuera me hacía sentirme un tanto desorientado.

Desde adentro del kínder escuché a una de las maestras gritar: «Antonella, ya llegó tu papá». Cosa que me hizo reírme con un poco por la vergüenza, cuando Antonella me vio corrió ton todas sus fuerzas hacia mis brazos, para tener cuatro años tenía la destreza de una de diez, cuando la maestra logró alcanzarla me entregó su mochila mientras me decía:

—Sé que se está acostumbrando a los horarios, pero no puede dejarla así otra vez.

—Lo siento siempre he sido un desastre con estas cosas... —dije mientras trataba que Antonella no saliera corriendo.

—Tranquilo... por cierto, si me permite preguntar, ¿por qué lo hizo? —me preguntó un poco apenada.

—Por ella —dije con una sonrisa a la vez que cargaba a mi hija y esta me abrazaba exageradamente cuál su madre.

Mientras íbamos de regreso a casa vimos a lo lejos un parque, estaba empezando a atardecer. Pero teníamos alrededor de una hora de sol, así que le permití que fuera a jugar un rato. Al mismo tiempo que ella jugaba sola en el parque, yo me encontraba sentado en el espaldar de un banco cercano a ella leyendo un libro en mi teléfono. Pasados unos pocos minutos escuché una voz familiar detrás de mí diciendo: «¿Cuándo aprenderás a sentarte en los bancos de la manera correcta?». Cuando volteé para ver quién era, esperé encontrarme con algún fan de esos que siguen tus movimientos a cualquier lugar que vayas. Pero resultó ser Alejandro junto a Emilly y sus dos hijos, Derek y Emma.

Al verlos no pude evitar emocionarme, a pesar de que había buscado un apartamento en la misma zona en la que él vivía, no esperaba encontrármelo tan deprisa. Mientras Emilly me abrazaba con fuerza llamé a Antonella para presentárselos.

—Hija ellos son tus tíos Alejandro y Emilly —le dije mientras ella los miraba boque abierta.

—Pero que ternura —dijo Emilly agachándose para abrazarla—. Puedes llamarme tía Emi.

—¿Puede la niña ir a jugar? —le dijo Antonella mientras jugaba con su cabello.

—Claro que sí, mi amor —le dijo con una sonrisa al mismo tiempo que volteaba para ver a su hija —. Carlota cuida de ella mientras juegan.

En eso su hijo mayor Derek se colocó sus auriculares y se fue a sentar en un banco apartado de nosotros haciéndonos decir a Alejandro y a mí a la vez mientras movíamos nuestras cabezas en desaprobación: «Jóvenes».

—¿Ya te acostumbraste a esto de ser padre y a sentar cabeza?

—Ni que lo digas, ¿cómo diablos iba a saber que una hija es peor que un monstruo? Ella come, duerme, grita, canta el doble de lo que imaginé —le respondí agarrándome la cabeza mientras exageraba la reacción.

—La vida de rockstar no te preparó para esto, ¿verdad? —dijo provocando que nos riéramos los tres.

—No sé cómo lo aguantan ustedes.

—¿Y cómo te has sentido? —dijo Alejandro a la vez que mirábamos a las niñas jugar—. No hemos hablado mucho desde entonces.

Después de un largo suspiro dije sonriendo:

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