Mi nombre es Sebastián Méndez, y en tal caso se podría decir que soy el protagonista de esta siguiente historia, o no, eso dependerá totalmente de la perspectiva del que lea todo lo que aquí yace plasmado.
Todo comenzó en tercero de secundaria, justo cuando vivía en una pequeña ciudad situada al norte de Michoacán y al oeste de la capital Ciudad de México. La vida hasta aquel momento no había sido fácil, pero tampoco había mucho por el cual quejarme.
En mi último día de secundaria, nunca imaginé que no volvería a ver a muchos de mis amigos y compañeros que estaban allí conmigo. Fue un momento totalmente emotivo entre risas y lágrimas, sin embargo, en aquella celebración, escuché dar el discurso de despedida a quien tiempo después sería someramente relevante en mi vida Lyla Vioneli.
Ella era una chica de un aula diferente a la mía, era de estatura alta y cabello castaño oscuro. Sus grandes ojos cafés eran tan profundos como el fondo del mar, -nunca entendí por qué los ocultaba tras un par de aparatosos lentes-, sus cejas y labios eran tan densos como las arenas del Sahara. Ella solo solía destacar en los estudios, pero de qué manera lo hacía. Varias veces la había visto por la secundaria, pero solo una vez realmente convergí con ella. Y fue para entregarle unos panfletos del festival cultural de la secundaria, y posiblemente nunca más hablamos, tampoco es que ella me importase mucho en ese entonces. Pero harían bien en recordarla, más adelante será relevante.
Y como si nadie lo hubiese pedido comenzaron las vacaciones de verano. Recuerdo que en ese año no fue la gran cosa: visitas a amigas de mi madre -el club de las viejas-, dormir hasta tarde y uno que otro día en la piscina comunitaria. Lo único que de verdad valió la pena de esas vacaciones fue que me regalaron por mi cumpleaños mi primer violoncello. Amargué los oídos de mi familia hasta que por fin me llevaron al conservatorio musical de la región. El problema fue que las clases regulares no comenzarían sino hasta el otoño, así que decidí inscribirme en un pequeño curso veraniego -que ya había empezado-. Fue una de las más extrañas experiencias de mi vida, allí obtuve mi sueño de; «Poder participar en un súper concierto, donde tocaría el violoncello».
Toda esa felicidad y entusiasmo por aprender el instrumento duró unos quince minutos, que fue el tiempo que tardé en conocer al hombre que me daría clases, Erich Vontruef. Era un señor de cincuenta y siete años de edad, europeo, algo ortodoxo, pedante y engreído. El cual intentó de joven entrar en la orquesta de su país, quería cumplir una promesa que había hecho a su ahora fallecido hermano menor.
Lastimosamente, no le aceptaron. Los encargados de dicho lugar le dijeron que le faltaba algo al tocar su instrumento, tenía mucha técnica, pero su música carecía de emociones. Ese episodio de su vida hizo mella en su corazón, de tal manera que se prometió a sí mismo; que jamás permitiría que los sentimientos dañasen lo que él llamaba: «melodía perfecta».
Para mí, un chico que de pequeño aprendió a refugiarse en la música, el cual encontró en ella su vida. No podía simplemente empezar a verla como simple orquestación meticulosa, era un completo despropósito. Así que sus enseñanzas comenzaron a no tener sentido para mí.
La música era mi vida, no podía permitir que destrozaran lo único que me daba felicidad, así que empecé a revelarme a sus enseñanzas. No quería que sus palabras congelaran mi corazón. Pero eso provocó que un día chocáramos de tal manera que el conservatorio no tuvo más remedio que pedirme que me retirara y no volviera. Las últimas palabras que me dijo el profesor Vontruef fueron: «Los artistas como tú, nunca han llegado a nada y jamás lo harán».
Eso no hizo más que afianzar mi sueño, y hacer que mi hambre por la música creciera muchísimo más, haciéndome aprender por mi cuenta todo lo que supuestamente no podría entender solo, leí libros y vi videos. Abracé con el corazón lo que aquel profesor detestaba. En el fondo me convertí en músico gracias a él.
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Sentimientos de Papel
RomantizmDesde pequeños se nos dijo que la luna siempre estaría sobre nosotros para alumbrar nuestro camino. Sin embargo, más de una vez nos encontramos perdidos sin ella. Es gracioso porque mi vida no fue nada aburrida, aunque quizás sea todo gracias a ella...