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Thais

—¿Es el único vestido que te trajo Anton? —pregunta Aang, entrando a mi habitación mientras arregla su pajarita.

Mis cejas se juntan antes de cruzar los brazos sobre mi pecho, cubriendo la franja de piel entre ellos.

—Sí —miento, había más, pero este es el que me gusta más.

Compruebo mi reflejo, tengo un elegante vestido largo de color rojo que se ajusta perfectamente a mi silueta, con un diseño de corte sirena que se extiende en una suave cola hasta el suelo. La parte superior tiene un escote que se hunde entre mis turgentes senos. Mis hombros y la espalda están parcialmente descubiertos, resaltando sutilmente el cuello y los brazos. El tejido fluye de manera sofisticada, acentuando las curvas de una manera sutil pero llamativa.

—Pero si en tu mente primitiva estás pensando en hacerme cambiarme, tal vez deberías dejarme aquí: porque no lo haré.

—No te voy a dejar aquí, porque no me fío de ti fuera de mi vista, pequeña —doy un paso atrás, y él me persigue, de la misma manera que siempre parece hacerlo. —Además, te ves jodidamente comestible. Lo cual es un problema porque no puedo derramar sangre en compañía civil.

—Lo que sea. Nos vamos.

Giro sobre mis talones, sintiendo la mirada de Aang, detrás de mí, en mi culo. El dolor me sube por el brazo cuando Aang me agarra del codo y me hace girar. Me precipita hacia atrás, golpeando mi espalda contra la pared, con sus ojos salvajes penetrando en los míos.

—¿Qué?

—Aún no has cumplido con tu parte del contrato —dice. —Ponte a trabajar.

Sus labios se pegan a los míos con tal fuerza que termino agarrándolo. Me siento excitada, mareada y probablemente no estoy pensando con claridad. Tal vez esto es el síndrome de Estocolmo: algo que no puedes explicar, una situación extraña que te hace hacer cosas que normalmente no harías. Cómo si estuvieras en una especie de piloto automático, donde estoy relegada al papel de copiloto, puedo ver cómo voy a estrellarme, pero no puedo hacer nada para frenar o girar en otro rumbo.

No hay tiempo para pensar ni para reaccionar, solo para devolverle el beso. Nuestros dientes chocan, nuestros labios se desgarran y el fuego arde en mi vientre.

Mi cuerpo quiere una cosa.

Y mi mente otra.

¿Dónde está mi corazón en todo esto?

Lo odio. Yo lo deseo. Odio no poder controlarme. Amo tenerlo entre mis piernas. Todo con él es una contradicción.

El beso se siente como el agua bendita en la que me quema, pero también como el ardor más dulce que haya probado nunca.

Con las manos apresuradas, se quita el saco, luego la camisa, y yo quiero tocarlo. Quiero sentir su piel impecable bajo mis manos, admirar sus músculos desnudos y sus abdominales marcados con las yemas de los dedos. Pero me agarra las muñecas, las inmoviliza por encima de mi cabeza con una mano y utiliza la otra para bajarse los pantalones de un solo tirón.

Jadeo, pero me niego a detenerme. No me importa si me asfixia con su beso o estallo en llamas con su contacto. Lo único que me importa es dejarme llevar, aceptar el hecho que... yo estoy tan jodida como él porque todo lo que quiero —no, necesito urgentemente— es que Aang me folla sin piedad contra la pared.

Con una mano apresurada, guiada por un intenso éxtasis en que ambos estamos atrapados, me sujeta el vestido de la falda alrededor de la cintura. Me mueve contra él, con el cuerpo listo, a punto de partirse por la mitad. Ya no soy la víctima que había sido maltratada ni la chica que había sido secuestrada y llevada al otro lado del mundo. Ya no soy ese bendito huevo ni tampoco la que lo apuñaló para escapar de su garra mental. Me convierto en alguien deseosa, una esclava voluntaria de la brujería de su oscuro toque, soy una adicta y él mi droga.

Absurda [Libro #2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora