Capítulo 36: Perfectamente imperfecto

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Podrán separarse, odiarse, jurar no volverse a ver, incluso podrá llegar la muerte, pero si la tormenta toma una decisión, no hay ser capaz de escapar de ella.

Podrán separarse, odiarse, jurar no volverse a ver, incluso podrá llegar la muerte, pero si la tormenta toma una decisión, no hay ser capaz de escapar de ella

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Kathe despertó con el sonido de una discusión de fondo. Le costó reconocer las voces, pero, cuando abrió los ojos, no pudo contener la emoción.

–Salvador última vez que te lo digo, en silencio o te largas por esa puerta.

–Joder Abel–se llevó las manos a la cabeza–, ¡la espera me está matando!

–Ya oíste al médico, necesita descansar y tu voz solo hará que se despierte.

Sal se cruzó de brazos.

–¿No es eso lo que queremos?

–Sí, pero por sus medios–Abel rodó los ojos, aquella conversación la habían tenido en el coche, en el ascensor y en la habitación–. El doctor lo dejó muy claro–gesticuló unas comillas imaginarias–, debe descansar, no la despierten. Así que, o lo respetas, o te marchas.

–Chicos no discutáis, ya me despierto– Kathe se incorporó con dificultad, la luz le cegaba y sentía que casi no tenía fuerzas.

Ambos se pusieron de pie a la velocidad del rayo.

–Kathe–la llamaron llenos de felicidad.

Ella solo pestañeaba tratando de ver algo más que una luz blanca.

–¿Pueden bajar la persiana? –se llevó la mano a la cara–. Veo una luz blanca y me está matando.

Salvador abrió los ojos de miedo.

–¡No Kathe, no vayas hacia la luz! –se colocó junto a la camilla–. Sigue mi voz, no te mueras.

Abel se llevó las manos a la cabeza.

–Lo dice porque le da el sol en la cara gilipollas–negó con la cabeza y se dispuso a bajar la persiana–. Lo siento Kathe, este chico es corto de miras.

Aunque quiso, no pudo reír. El cuerpo le dolía demasiado y la cabeza le daba vueltas, fue bombardeada por recuerdos inconexos. La sala, el sótano, una rata, un incendio, un pastel, un pirata, un muerto...Agitó la cabeza tratando de organizarlos.

Abel cogió una de las almohadas que tenía en la silla en la que había dormido y se la colocó en la espalda para que así pudiera sentarse.

–Listo–dijo cuando ya había terminado de acomodarla.

–Dios, ¿qué me ha pasado?

Kathe se llevó las manos a la sien, masajeándola. Sentía como si un camión la hubiera atropellado, pero, al menos ya veía mejor. Levantó la cabeza para ver a sus compañeros, Salvador la miraba con preocupación, Abel, en cambio, mantenía su típico gesto de seriedad.

–¿Recuerdas que te secuestraron? –Fue Abel quien preguntó.

Kathe abrió los ojos como platos.

–Yo...ehm–titubeó, había ensayado esa escena varias veces, el momento en el que saldrían de aquel espantoso lugar, pero, cuando llegó el momento, no supo qué decir–. Lo siento–bajó la cabeza avergonzada, había sido culpa suya. Comprobó cómo sus muñecas estaban vendadas, el médico se las habría curado mientras estaba inconsciente.

El Caso MünchbergDonde viven las historias. Descúbrelo ahora