Capítulo 1: Fiesta de disfraces

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Los sucesos de este capítulo son de unos días más tarde a lo que se acontece en el prólogo. Abróchense los cinturones y estén muy atentos, si algo se cuenta en esta historia, es porque es importante...

 Abróchense los cinturones y estén muy atentos, si algo se cuenta en esta historia, es porque es importante

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Kathe caminó deprisa siguiendo sus pasos por todo el apartamento hasta que, Salvador, se decantó por llegar a la habitación de invitados, dónde dormía él de vez en cuando. El metro noventa y cinco de Salvador suponía una gran ventaja sobre ella, sobre todo en momentos como ese, en el que ella quería hablar y él no quería escucharla. Sal, hombre de veintimuchos, cabello corto y oscuro, ojos del mismo tono, alto, entrenado y con muy mal humor cuando cruzas la línea, ya estaba molesto con ella por su insistencia.

–¡Deja que te acompañe! –le decía ella por cuarta vez.

Sebastián se giró muy serio hacia ella.

–No.

–¡Por favor!

–Kathe, ya dije que no.

–¡Oh vamos! –sacudió los brazos en el aire–. Tú mismo dijiste que habría seguridad.

Él ignoró sus súplicas. Tomó su disfraz y lo echó encima de la cama.

–No puedes salir de fiesta, ¿y si alguien te reconoce? –le dijo sin mirarla. Estaba más centrado en las imperfecciones del disfraz, recorría con los dedos una arruga en el pantalón.

Kathe se cruzó de brazos, se había preparado argumentos suficientes para que la dejaran acudir con ellos. Más allá del trabajo, no había salido de casa, ni siquiera cuando otra de las profesoras había cumplido años y la habían invitado a la celebración.

–Primero, no es una fiesta cualquiera. Segundo, con mi disfraz nadie me reconocerá. Tercero, llevaré peluca. Y cuarto no me separaré de ti–sonrió de lado–, a menos que ligues claro.

Él la miró fijamente, aquello captó su atención.

–Sabes que no puedes separarte de nosotros.

–No lo haré–Kathe sonrió, ya casi lo tenía–. Me pegaré como a una lapa a uno de los tres.

Salvador devolvió la vista a su disfraz, sopesando la propuesta. Al ver que los minutos pasaban y que no decía nada, Kathe soltó la pregunta con cautela.

–Entonces–cambió el peso de una pierna sobre la otra–, ¿puedo ir? –le miró con los ojos llenos de ilusión.

Salvador dudó por unos instantes, echando la vista detrás de ella, donde Abel les observaba.

–¿Tú qué opinas? –le preguntó, la responsabilidad caía sobre todo en ellos dos.

–Bueno–ladeo la cabeza–. Nadie ha puesto pegas, habrá mucha seguridad y –sonrió–, así puedo ir yo también.

El Caso MünchbergDonde viven las historias. Descúbrelo ahora