Segunda Parte: El Camino Me Llama

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Capítulo XVII


El aeropuerto de San Francisco nuevamente a mi vista, esta vez me marchaba y no había vuelta atrás.

El nuevo destino: Nueva Orleans. No pude dejar de sentirme mal por Seth, y pensaba en lo que haría al llegar a la ciudad.

¿A dónde iría, a otro cementerio?

Recordé el viejo cementerio "Les Innocents", pero ya no existía. Lo habían demolido para hacer otra cosa sobre su suelo plagado de tumbas antiguas, testigos silenciosos de aberrantes aquelarres entre vampiros y otras criaturas.

Ahora quedaba el cementerio de Lafayette y el de Saint Louis.

Por otra parte tenía dinero. Sí, el dinero de las acciones, el del banco y jamás había tocado el poder que me había dejado Eric, aunque siempre lo llevaba conmigo.

Esta vez podía alquilar o comprar un apartamento o una pequeña casa, como había hecho Eric, o Seth y Joseph en San Francisco. Podía vivir en Nueva Orleans como una mortal cualquiera, al menos en apariencia.

Pero ¿qué buscaba específicamente en Nueva Orleans? O mejor dicho ¿a quien? Esto me daba vueltas en la cabeza.

Faltaba muy poco para el amanecer cuando llegué a la ciudad donde había vivido Louis, Lestat y Claudia, pero no esperaba encontrar a ninguno ahí, por supuesto.

No me quedó otra alternativa que apresurarme a salir del aeropuerto y buscar un lugar apartado para "enterrarme" literalmente.

Cavé un hoyo profundo en la tierra, con mis propias manos, tal y como lo hacia para mis victimas; tiré la maleta adentro y luego la seguí yo. Me sentí como Gabrielle, la madre de Lestat.

Al anochecer del siguiente día, desperté hambrienta y fui tras una presa.

¡Que distinto era todo en Nueva Orleans!

En San Francisco tenia el club de lesbianas, o salía con Joseph y Seth, pero aquí era distinto; o quizá simplemente me había acostumbrado a lo "fácil".

Como fuera que fuese, en Nueva Orleans, hacia un calor atroz de día y las noches eran más refrescantes. Pero extrañé San Francisco, pues sus noches eran mas frías.

Tomé las calles, buscando y espiando; aceché hasta que encontré una victima, una mujer joven caminando sola por una callejuela íngrima.

Era una chica como de mi estatura que parecía ir o regresar de una fiesta sola. Llevaba un vestido negro ceñido y una chaqueta roja tapándole los hombros que el vestido dejaba al descubierto.

El cabello rubio le caía en ondas sobre la chaqueta y sujetaba con fuerza el bolso en la mano derecha.

-Disculpa... -le dije, interceptándola. Ella se sobresaltó por un momento.

-Me asustaste... -dijo tontamente, llevándose una mano a su abultado pecho.

-Lo siento... -dije con una sonrisa.- me preguntaba si podrías ayudarme, es que soy nueva en la ciudad, acabo de llegar y estoy un poco desorientada... ¿sabes dónde podría encontrar una zona con apartamentos o una casa?

Ella me miró incrédula, parecía no saber. Estaba nerviosa y miró a los lados. Su pensamiento se me antojó confuso y vislumbré la vaga idea de un hotel en su mente.

-En... en la rue Bella —dijo-, ahí quizás puedas encontrar algo. La zona tiene casas vacías...

-Gracias, eres muy amable... -respondí, nuevamente con una sonrisa. Ella me miró de arriba abajo, probablemente le sorprendiera el verme tan pálida, yo misma era consciente de ello con tan solo mirar mis manos.

Hizo un asentimiento como de despedida y siguió caminando, pasándome por el lado. Al alejarse dos o tres pasos de mi, me volví y le hablé otra vez.

-Oye... -dije. Ella se volvió a mirarme.- discúlpame, pero... necesito tu ropa.

Ella me miró como si no hubiese entendido lo que le pedí.

-¿Qué?

-Y tu sangre también... -dije con una mirada relampagueante de mis sobrenaturales ojos, y en un santiamén estuve encima de ella, bebiendo su sangre. Dulce y cálida sangre.

Después de beber me sentí como aquella primera noche en San Francisco, en el cementerio. Allá, por supuesto fue diferente, había miles de tumbas donde ocultar el insulso cadáver de aquel borracho; pero aquí, en medio de una callejuela por más oscura que fuese me veía en apuros.

«Si tuviera el don del fuego» me dije. Aunque no podía ponerme a quemar un cadáver en medio de una calle, eso era peor que dejar solo el cadáver ahí tirado.

Busqué con mis ojos en la oscuridad algo que me sirviera, pero no había nada. Creo que por primera vez me sentí en verdaderos problemas con un cadáver. ¡No sabia cómo ocultarlo!

Me sentí como una asesina mortal, sin escapatoria. La regla del conciliábulo lo decía bien: debíamos deshacernos de los cadáveres sin levantar sospecha alguna.

Me mordí un dedo y dejé caer unas gotitas de sangre sobre los orificios de los colmillos en el cuello de la chica. Al instante desaparecieron. Por lo menos ya nadie podría decir que había sido un vampiro el que le causara la muerte.

Agucé mi oído y escuché en las casas aledañas. Oí charlas entre mortales y televisores encendidos hasta que topé con una casa en completo silencio.

Entonces me decidí. Arrastré el cadáver hasta la entrada de la casa. Forcé la puerta con el poder de mi mente y lancé el cadáver hacia adentro. Le quité la ropa rápidamente y rocié el cuerpo con aceite de cocina, pues no encontré otra cosa, y le prendí fuego a la casa.

Sangre y NocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora