Capítulo II

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La operación se repitió una y otra vez. Eric bebía mi sangre y luego yo bebía la de él. Vi imágenes a través de la sangre; vi el mundo cambiante con el paso de los años y los siglos. Vi a las gemelas pelirrojas.

Sí, este era Eric, creación de la antigua Maharet.

Tres mil seiscientos años de edad. Tres mil seiscientos años desde que hubiera recibido la sangre vampírica, pues eso era lo que él era, un vampiro, y era en lo que yo me había convertido ahora.

-Duerme un poco, hermosa mía... -susurró a mi oído y sentí mis miembros pesados.

«Están muertos, mis miembros están muertos» pensé.

-Tu cuerpo va a morir ahora, querida. Pero no temas, yo estaré a tu lado... -dijo dulcemente. Me levantó con delicadeza y me depositó en una cama, blanda y cómoda.

Un pensamiento llegó a mí: «ya no estoy en la clínica». Lo cual era cierto, pero yo no reconocí el lugar. Jamás lo había visto.

Eric tomó mi mano y se sentó a mi lado, en una silla. Su mano era fría, pero la mía también lo era ahora ¿no? Propia de un cadáver. Pero la de él se debía a su edad. «Tres mil seiscientos años».

-Me quedaré a tu lado... -volvió a decir, pero yo no le presté atención, estaba empezando. Los fluidos de mi cuerpo me abandonaban.

Las lágrimas fluían por mis mejillas sin que yo pudiera controlarlas, sin que me sintiera triste o emocionada, quizás sentía un poco de miedo por presenciar la muerte de mi propio cuerpo, pero ¿no lo habían experimentado ellos, los demás, también?

Recordé una frase de alguno de los libros que había leído acerca de esta muerte, no sabia muy bien como iba, pero era algo así como que tu cuerpo se deshace de cosas que no volverá a utilizar como las conocías. Es decir, se deshace de fluidos que ya no nos hacen falta.

Sentí que de mi cuerpo salían restos de óvulos, como en los cadáveres de hombres vampiros salía semen. «Fluidos que no nos hacen falta». «Los vampiros no pueden procrear como los mortales humanos, ni siquiera pueden tener sexo». Asimismo, las excrecencias de mi cuerpo también me abandonaron para siempre.

Me sentí adormecida, pero Eric seguía con mi mano sujeta. Que bello era, a su manera. Esquelético y engañosamente frágil en apariencia, quizá de unos treinta y tantos años al morir, me miraba pensativo con sus suaves ojos pardos. Sus trajes confeccionados a mano, eran exquisitos como los que visten los hombres de negocios, y su blanquecina piel contrastaba con sus cabellos marrones.

Mi maestro, eso era ahora para mi.

Dormité un par de horas, o eso creí. Cuando desperté, Eric ya no estaba.

Automáticamente me senté. «¿Era todo real?». Extendí mis manos frente a mí y admiré mi piel blanca y pálida. «Era real».

Entonces me llevé la mano a la frente para quitarme un mechón de cabello que me caía en el rostro, y quedé sorprendida al darme cuenta de que no tenía mis anteojos. Una imagen llegó distante, mi madre con mis lentes destrozados en sus manos. «Puedo ver». Me levanté de la cama y me puse frente a un espejo que había en la habitación, y contemplé mi rostro pálido y brillante enmarcado por mi cabello castaño y mis grandes ojos cafés.

Traté de mirarme objetivamente, pero no pude percibirme a mi misma, si era bonita o no.

Es como cuando estas en un lugar grande con tu madre y hay mucha gente alrededor, como un supermercado; por un momento la dejas para ir ver algo tu solo y cuando la vuelves a encontrar, la miras distante, objetivo, como si no la conocieras, pero lo cierto es que es casi inútil porque es tu madre.

Sangre y NocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora