7. Grover, el vidente de las bellotas.

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Cabalgaron sobre el jabalí durante horas, hasta que el sol se ocultó. Presley sentía el trasero adolorido. El jabalí era bastante brusco al andar, y eso hacía que saltase a cada momento, golpeándose cada segundo.

Presley no tenía ni idea de cuántos kilómetros recorrieron, pero sí vio a las montañas desvanecerse en el horizonte y ceder paso a una interminable extensión de tierra llana y seca. La hierba y los matorrales se iban haciendo más y más escasos y, finalmente, se encontraron galopando a través del desierto.

Al caer la noche, el jabalí se detuvo junto a un arroyo con un bufido y se puso a beber aquella agua turbia. Luego arrancó un cactus y empezó a masticarlo. Con púas y todo.

—Ya no irá más lejos —dijo Grover—. Tenemos que marcharnos mientras come.

No hizo falta que insistiera. Se deslizaron por detrás mientras él seguía devorando su cactus y se alejaron renqueando con los traseros doloridos.

Después de tragarse tres cactus y de beber más agua embarrada, el jabalí soltó un chillido y un eructo, dio media vuelta y echó a galopar hacia el este.

—Prefiere las montañas —dijo Percy.

—No me extraña —respondió Thalia—. Mira.

Ante ellos se extendía una antigua carretera de dos carriles cubierta de arena. Al otro lado había un grupo de construcciones demasiado pequeño para ser un pueblo: una casa protegida con tablones de madera, un bar de tacos mexicanos con aspecto de llevar cerrado desde antes de que naciera Zoë y una oficina de correos de estuco blanco con un cartel medio torcido sobre la entrada que rezaba: «Gila Claw, Arizona» . Más allá había una serie de colinas... aunque de repente se dieron cuenta de que no eran colinas. El terreno era demasiado llano para eso. No: eran montones enormes de coches viejos, electrodomésticos y chatarra diversa. Una chatarrería que parecía extenderse interminablemente en el horizonte.

—Wow —Percy se notó asombrado.

—Algo me dice que no vamos a encontrar un servicio de alquiler de coches aquí —dijo Thalia.

—Ni agua, ni comida, ni nada —se quejó Presley.

Thalia le echó una mirada a Grover.

—¿Supongo que no tendrás otro jabalí escondido en la manga?

Grover husmeaba el aire, nervioso. Sacó sus bellotas y las arrojó a la arena; luego tocó sus flautas. Las bellotas se recolocaron formando un dibujo que no tenía sentido para nadie, pero que Grover observaba con gesto preocupado.

—Esos somos nosotros —dijo—. Esas seis bellotas de ahí.

—¿Cuál soy yo? —preguntó Percy.

—La pequeña y deformada —apuntó Zoë, con una sonrisilla.

—Cierra el pico.

—El problema es ese grupo de allí —dijo Grover, señalando a la izquierda.

—¿Un monstruo? —preguntó Thalia.

Grover parecía muy inquieto.

—No huelo nada, lo cual no tiene sentido. Pero las bellotas no mienten. Nuestro próximo desafío...

Señaló directamente la chatarrería. A la escasa luz del crepúsculo, las colinas de metal parecían pertenecer a otro planeta.

Decidieron acampar allí y recorrer la chatarrería por la mañana. Nadie quería zambullirse en plena oscuridad entre los escombros.

Zoë y Bianca sacaron cinco sacos de dormir y otros tantos colchones de espuma de sus mochilas. Presley no tenía ni idea de cómo cabía todo eso allí, porque eran mochilas muy pequeñas; imaginó que habían sido encantadas para albergar esa cantidad de material. También el arco y el carcaj que usaban eran mágicos. Ninguno se había parado a pensarlo, pero cuando los necesitaban, aparecían colgados a su espalda. Y si no, desaparecían.

State of Grace || Annabeth ChaseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora