21. «A donde vayas, te acompaño»

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Todos creían que le habían perdido la pista a la araña cuando Tyson captó un lejano sonido metálico. Dieron un montón de vueltas, retrocedieron varias veces —Presley pensó que quizás se veían como unas de esas escenas de Scooby Doo, donde los personajes pasaban un montón de puertas en un pasillo, huyendo del villano para luego encontrarlo de frente. Afortunadamente, no se encontraron a Cronos en el laberinto—. Entonces encontraron a la araña, que golpeaba una puerta de metal con su cabecita.

La puerta parecía una de aquellas anticuadas escotillas de los submarinos: con forma oval, remaches metálicos y una rueda, en lugar de un pomo, para abrirla. Encima de ella había una gran placa de latón, que el tiempo había cubierto de verdín, con una eta griega en el centro.

Se miraron unos a otros.

—¿Listos para conocer a Hefesto? —dijo Grover, nervioso.

—Si es como el señor D, no —respondió Presley, con ansiedad.

De acuerdo, Dioniso podía ser uno de sus dioses favoritos, después de todo, Presley no olvidaba que le había salvado la vida el invierno pasado. Pero, por lo general, era desagradable con todos.

—No —reconoció Percy.

—¡Sí! —dijo Tyson, eufórico, mientras hacía girar la rueda.

En cuanto se abrió la puerta, la araña se deslizó al interior; Tyson la siguió de cerca y los demás avanzaron también, aunque con menos entusiasmo.

El lugar era inmenso. Como el garaje de un mecánico, estaba lleno de elevadores hidráulicos. En algunos de ellos había coches, pero en otros se veían cosas bastante más extrañas: un hippalektryon de bronce desprovisto de su cabeza de caballo y con un montón de cables colgando de su cola de gallo, un león de metal que parecía conectado a un cargador de batería, y un carro de guerra griego hecho enteramente de fuego.

Había además una docena de mesas de trabajo totalmente cubiertas de artilugios de menor tamaño. Se veían muchas herramientas colgadas y cada una tenía su silueta pintada en un tablero, aunque nada parecía estar en su sitio. El martillo ocupaba el lugar del destornillador; la grapadora, el de la sierra de metales, y así sucesivamente.

Por debajo del elevador hidráulico más cercano, que sostenía un Toyota Corolla del 98, asomaban dos piernas: la mitad inferior de un tipo enorme, con unos mugrientos pantalones grises y unos zapatos incluso más grandes que los de Tyson. En una de las piernas tenía una abrazadera metálica.

La araña se deslizó por debajo del coche y los martillazos se interrumpieron al instante.

—Vaya, vaya. —La voz retumbaba desde debajo del Corolla—. ¿Qué tenemos aquí?

El mecánico salió sobre un carrito y se sentó. Presley había visto a Hefesto en el Olimpo en el invierno pasado, así que pensó que estaría preparada. Se equivocó.

Probablemente se había lavado cuando lo vio en el Olimpo, o habría usado algún truco mágico para que su forma resultara menos espantosa. Pero al parecer allí, en su propio taller, no le preocupaba en absoluto su aspecto. Llevaba un mono cubierto de grasa, con un rótulo bordado en el bolsillo de la pechera que decía «HEFESTO» . La pierna de la abrazadera le chirriaba y daba chasquidos mientras se incorporaba y, una vez de pie, Presley vio que el hombro izquierdo era más bajo que el derecho, de manera que parecía ladeado incluso cuando se erguía. Tenía la cabeza deformada y llena de bultos, y una permanente expresión ceñuda. Su barba negra humeaba. De vez en cuando, se le encendía en los bigotes una pequeña llamarada que acababa extinguiéndose sola. Sus manos debían de ser del tamaño de unos guantes de béisbol y, sin embargo, sostenían la araña con increíble delicadeza. La desarmó en dos segundos y volvió a montarla.

State of Grace || Annabeth ChaseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora