22. Calipso.

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Para cuando Presley despertó, aún se sentía como si estuviera en llamas. La piel le escocía, y sentía la garganta como si fuera papel de lija.

Vio árboles y el cielo azul. Intentó concentrarse para crear un mapa mental, pero solo recibió dolor y soltó un quejido. Oyó el gorgoteo de una fuente y percibió un olor a cedro y enebro, además de muchas otras plantas de fragancia dulce.

Presley quiso sentarse, ver dónde diablos estaba. Saber cómo diablos es que seguía viva. Pero cuando trató de sentarse, sus músculos no le obedecieron.

—¿Una chica? —preguntó una voz femenina, bastante confundida—. ¿Por qué una chica...? —Entonces suspiró pesadamente—. Las Moiras me odian —Presley escuchó pasos acercándose—. No te muevas —Presley sintió pánico y deseos de moverse para alejarse—. Estás demasiado débil para levantarte.

Le aplicó un paño húmedo en la frente. Presley vio una cuchara de bronce e intentó negarse a abrir la boca, recibiendo una risa, pero estaba tan débil que, eventualmente, su boca se abrió. Entonces notó en la boca el goteo de un líquido que le alivió la sequedad de la garganta y le dejó un regusto tibio parecido al chocolate. El néctar de los dioses. Entonces el rostro de la chica apareció por encima de su cabeza.

Tenía los ojos almendrados y el pelo de color caramelo trenzado sobre un hombro. Andaría por los quince o los dieciséis años, aunque no era fácil saberlo, porque la suya era una de esas caras que parecen intemporales. Se puso a cantar y el dolor de Presley se fue desvaneciendo. Era alguna clase de magia. Sentía que su música se le hundía en la piel, que reparaba y curaba sus quemaduras.

—¿Quién...? —farfulló, desconfiada.

—¡Shh, valiente! —dijo—. Descansa y reponte. Ningún daño te alcanzará aquí. Soy Calipso.

♦♦♦

Para cuando Presley volvió a despertarse, estaba en una cueva, pero era una bastante linda, como si algún decorador de interiores hubiera decidido que una cueva era un buen lugar para vivir. El techo relucía con formaciones de cristales de distintos colores —blanco, morado, verde—, a Presley le recordó a los vitrales de las iglesias, pero sin figuras religiosas raras —que ahora sospechaba que eran falsas, porque, hola, era hija de una diosa—.

Presley notó que estaba en una cama muy cómoda y calentita. Eso le recordó a cuando había descubierto que era semidiosa y se había desmayado, a cuando había conocido a Zoë... Sí, quizás era mejor si dejaba el llanto para cuando supiera que no estaba en peligro mortal. En un rincón, había un enorme telar y un arpa. En la pared opuesta se alineaban en unos estantes frascos de fruta en conserva. Del techo colgaban manojos de hierbas puestas a secar: romero, tomillo y muchas otras.

Había una chimenea excavada en la roca viva y una olla hirviendo al fuego. Olía muy bien, como a estofado de buey.

Presley se incorporó, intentando ignorar el palpitante dolor de cabeza que tenía. Quizás en algún rincón de la cueva habrían pastillas para el dolor de cabeza. Entonces Presley se miró el cuerpo, convencida de que era una especie de fantasma. No tendría sentido que hubiera sobrevivido a lo sucedido en el volcán. Pero parecía que todo estaba perfecto, solo tenía la piel un poco más rosada de lo habitual. Llevaba una camiseta blanca de algodón y unos pantalones que, en definitiva, no eran suyos.

Presley alzó de inmediato su mano derecha, y suspiró con tranquilidad cuando notó que su anillo seguía allí.

Se puse de pie, no sin dificultades. El suelo de piedra parecía helado. Se volvió y se encontró frente a un espejo de bronce pulido.

—Mierda —pronunció lentamente.

Presley se miró atentamente en el espejo. Parecía haber perdido más de siete kilos. Además, llevaba el pelo enredado y algo chamuscado en las puntas, como la barba de Hefesto. Quiso llorar mientras se veía. Si no estaba muerta, al menos lo parecía.

State of Grace || Annabeth ChaseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora