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«Bueno, bueno, bueno... un nuevo dilema».

Suspiro con fuerza y me sitúo frente al armario con los brazos en jarras. Hoy es la exposición de Gina y quiero arreglarme un poco, creo que este es uno de esos días en los que no debería vestir informal como de costumbre, sino más elegante. Por desgracia, salvo pantalones no tengo nada decente que ponerme. No hay vestidos, ni siquiera una faldita mona, siempre me he sentido incómoda con este tipo de prendas y he preferido ocultar mi cuerpo por el bien de la humanidad, aunque creo que no debo seguir retrasándolo por más tiempo y he de reconsiderar la posibilidad de comprarme ropa nueva, para variar; pero mientras espero un nuevo empleo, tendré que conformarme con esto.

Me pongo unos vaqueros oscuros y una blusa roja sin botones. No es gran cosa, pero es lo más elegante que veo. Como no puedo llevar deportivas con este atuendo, rebusco incansable entre las cajas de zapatos hasta dar con unas manoletinas de color negro. ¡Dios, voy a hacer un ridículo espantoso con esto!

Suspiro y me las calzo, procurando no mirarme en el espejo y descubrir a través del reflejo mi lamentable aspecto. Seguidamente me centro en el pelo. Esta vez, para salir de lo habitual y evitar que se revuelvan los rizos, me pongo fijador, de esta forma caen medianamente organizados invadiendo toda mi espalda.

Podría ser peor –Pienso mientras observo el resultado final frente al espejo–, en realidad no tengo un rizo feo, es bastante suelto y sinuoso, además, cada tirabuzón se mueve por libre y si lo estiro y lo dejo ir, vuelve con precisión a su sitio. Lo malo de los tirabuzones es que hay que saber llevarlos, y para una chica con prisas, poco femenina y que le supone un calvario entretenerse para mejorar la imagen que proyecta al mundo, llevarlos supone todo un desafío.

En cuanto termino con el pelo, barajo la posibilidad de maquillarme ligeramente. Tengo algunos cosméticos, regalos de la familia, ya me entendéis... Obviamente nada de lo que hay lo he elegido yo, pero tan pronto los saco de su estuche se presenta un nuevo dilema: saber maquillarme sin parecer una furcia o un payaso con resaca, de manera que decido no arriesgarme, después de todo, no soy tan valiente como para improvisar.

Mucha gente se agolpa en la entrada de la galería, la esquivo y entro en la pequeña recepción aparentando seguridad, pero tan pronto pongo un pie dentro me siento intimidada. Pensé que se trataba de algo mucho más íntimo y, para mi sorpresa, no es así. Veo a gente con traje, vestidos de lentejuelas y peinados de peluquería, entonces me doy cuenta de que no encajo aquí.

El portero que recoge los pases se fija en mí durante un instante. Parece que me he perdido, pues estoy anclada en el suelo sin saber hacia dónde dirigirme. Encima no llevo ninguna entrada, Gina no me ha dado nada. Me sonríe mientras mira los pases de un matrimonio mayor, da su aprobación y les permite entrar a ver la exposición.

Rebusco en mi bolso el teléfono móvil para llamar a mi amiga, aunque antes de hacerlo pienso que posiblemente esté muy ocupada y no pueda atenderme, después de todo, éste es su momento y no está bien que la moleste con llamadas.

Cuando la gente que hacía cola entra en la sala, el portero vuelve a sonreír en mi dirección y otra vez me pongo tensa. Entonces hago eso a lo que ya estoy acostumbrada, miro instintivamente hacia atrás para descubrir a la persona que realmente ha llamado su atención, ya que obviamente no he sido yo. Y sí, ahí está, una llamativa pelirroja recostada contra la pared, seguramente esperando a alguien, mira con provocación a algunos de los hombres solteros que hay en la recepción.

Siento cierta envidia de esa chica anónima, yo soy incapaz de mirar fijamente a alguien con esa naturalidad, ese tipo de señales no son para mí. La última vez que miré a un hombre así, se acercó alarmado porque pensó que me había salido un orzuelo.

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