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La semana pasa a una velocidad vertiginosa y llega el viernes.

Lo primero que hago nada más entrar en casa es llamar a mis amigas. Raquel ha dejado de mostrarse reticente, al fin ha entrado en razón y ya no está enfadada con nosotras porque la llamáramos "rara", ahora está mosqueada porque por primera vez en su vida un hombre la ha besado sin esperárselo, además, lo ha hecho sin lavarse los dientes antes, y eso es lo que la tiene realmente desquiciada.

Mantenemos una llamada compartida. Gina se limita a escuchar en silencio, se siente mal por la injustificable actuación de su hermano y, en cierto modo, culpable. Lo que no es capaz de advertir y yo sí, es que ese beso ha propiciado un pequeño cambio en Raquel; le ha gustado, pese a que jamás lo admitirá.

A diferencia de Gina, yo me doy cuenta de esos pequeños detalles, como ese par de segundos en los que Raquel correspondió al inesperado contacto antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, o cómo no deja de hablar de ese suceso como si fuera un acto atroz por parte de Héctor, cuando lo que ocurre en realidad es que no puede quitárselo de la cabeza.

En cuanto les informo de los planes que tengo para esta noche surgen dos reacciones: Raquel me anima a que salga, incluso me recomienda flirtear un poco; otra que piensa que debo llevar la iniciativa en eso. Gina, en cambio, me reprende; no comparte la idea de tirar mi tiempo con alguien que no me interesa, pero su postura me la esperaba, de manera que no le hago demasiado caso.

Antes de empezar a prepararme para la cita, caigo en la tentación de enviarle un mensaje a Aitor contándole mis planes. Obviamente omito que Alberto es un completo desastre como hombre y ser humano y que, antes de acostarme con él, preferiría donar mi cuerpo a la ciencia en vida.

Su respuesta es instantánea, y parece contento con la idea, incluso me da consejos de cómo debo mirarle, hablar desprendiendo sensualidad y acariciar con sutileza su brazo a la menor oportunidad. Conoce todas y cada una de las técnicas de ligue que existen y se le nota orgulloso al mostrármelas como si se trataran de su santo grial.

Así que he optado por resignarme, coger esos consejos y meterlos dentro de la bolsa de la basura, ya que no seré capaz de ponerlos en práctica ni en un millón de vidas, pero agradecida al mismo tiempo porque me haga ver sin proponérselo por qué no me van bien las cosas. Y es que la palabra seducción es un término demasiado grande para mí.

Quedamos en un moderno restaurante de Barcelona, el BCN & Friends, en la Avenida Diagonal. Consta de largos pasillos con mesas a los lados, aunque también hay pequeños espacios reservados, donde, en lugar de sillas, hay cómodas butacas alrededor de unas mesas pequeñas y redondas. Todo es de color blanco y negro y, por lo que tengo entendido, la comida está muy bien. Sirven platos típicos americanos y la carta se ajusta a todos los bolsillos.

Nada más entrar en el restaurante, me doy cuenta de que dista mucho de nuestro hábitat natural y me siento fuera de lugar. Llevo puesta la ropa de siempre: una camiseta holgada y mis inseparables vaqueros; él va vestido de la misma forma que yo, es más, parecemos un par de cromos.

En cuanto entro en su campo visual, saluda con la mano y se pone en pie, abandonando el taburete frente a la barra.

—¡Qué alegría verte! –exclama con energía y me mortifico por ser incapaz de decir lo mismo–. Estás muy guapa –añade por cortesía.

—Gracias.

—Nuestra mesa es esa de ahí. –Señala a uno de esos pequeños rincones apartados del resto–. Llamé por la mañana para hacer la reserva.

—¡Qué previsor!

Se echa a reír y no entiendo el motivo; supongo que sin quererlo, mi comentario ha sonado sarcástico.

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