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Entro por segunda vez en el parque del laberinto, pero en esta ocasión con la ropa de Raquel en una bolsa. Indudablemente me siento mejor así vestida, aunque no me abandona esa sensación de indefensión, como si fuese una res de camino al matadero.

De nuevo vuelvo a tener la increíble escalinata de piedra frente a mí, solo que ahora, su recta horizontalidad está alterada por la presencia vertical de Aitor.

Avanzo insegura hacia él, porque admitámoslo, aún cabe la posibilidad de que tropiece con la raya de un lápiz y vuelva a besar el suelo. Su reluciente sonrisa se expande a medida que me acerco, incluso su postura se relaja y retira las manos de los bolsillos para darme la bienvenida con dos cálidos besos en las mejillas.

—Así que tú eres Sara –dice retirándose con lentitud.

—Sí... soy yo –confirmo.

—¿Sabes? Si llego a saber que este parque te gusta tanto te habría invitado mucho antes.

—Ah... lo dices por lo del numerito de antes, ¿no?

Suelta una discreta risita y juro que estoy a punto de derretirme cuando lo hace.

—Ha sido un espectáculo divertido –confiesa sin dejar de sonreír–, eres graciosa, Sara García.

Me pongo roja como un tomate tras esa afirmación; además de sentir un ligero escalofrío al oírle decir mi nombre completo.

—Sí... Gracias por el cumplido.

Vuelve a sonreír y, en cierto modo, eso me relaja.

—Y ahora, ¿qué? –pregunta arqueando las cejas.

—Buena pregunta.

Nos quedamos en silencio unos interminables minutos que él aprovecha para mirarme de arriba abajo; tengo que decir algo para desviar su atención de mí.

—Supongo que se nos daba mejor hablar por internet, era más fácil.

—No, no lo creo. Lo que ocurre es que se me hace raro poner cara a la desconocida con la que llevo casi dos meses hablando.

—Sí... yo podría decir lo mismo –mascullo entre dientes.

Mira el reloj de su muñeca, posiblemente no sabe cómo comunicarme que tiene prisa. Barajo la posibilidad de anticiparme a lo que creo que va a decirme cuando  sin esperármelo empieza a hablar:

—En vista de la hora que es, y después de haberte pasado como media hora jugando tú sola en el laberinto –me dedica una mirada traviesa–, creo que tendremos que sustituir el café por una cena.

—¿Una cena? –pregunto extrañada; para esto no estaba mentalmente preparada.

—Sí, porque comes, ¿verdad?

Asiento como una imbécil.

—Yo también, es una costumbre. –Sonríe–. ¿Alguna preferencia o quieres que elija yo?

Las palabras se atascan en mi garganta, me siento tan insegura...

—Esto... yo...

Vuelve a reír.

—Lo que suponía. Mejor escojo yo. –Confirma guiñándome un ojo.

Caminamos por los alrededores del laberinto sin que la conversación fluya de forma natural, estoy bloqueada e intimidada porque entre otras cosas, no esperaba que Aitor fuese tan condenadamente guapo. ¡Qué digo guapo! ¡Es un puto Adonis! Se toca el pelo con frecuencia, lo tiene envidiable para ser hombre: liso, brillante, con la raya al medio y escalonado hasta debajo de las orejas. Sus ojos color avellana son cálidos y expresivos, tanto que al contemplarlos consiguen relajarme. Es como estar frente a una lámpara de lava, por no hablar de sus increíbles pestañas a juego.

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