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Me detengo unos minutos para mirar hacia atrás, constatando lo rápido que avanza el tiempo y lo mucho que he cambiado en las últimas semanas. Sé a qué se debe este cambio, y Aitor tiene mucho que ver. A pesar de ser un capullo patológico, me cae bien.

Luego está el trabajo, me gusta, y lo más importante es que me siento cómoda trabajando con Laura. Por otra parte, Alberto aprovecha todos los descansos para venir a verme, incluso se ofrece a ayudarme en todo lo que precise. Sé que su ofrecimiento es sincero, pero que quede entre nosotros: empiezo a sospechar que sus intenciones van un punto más allá. No dejan de ser meras suposiciones, puede que esté equivocada, pero por si acaso, no voy a dar pie a confusiones: por mucho que Aitor me anime a darle una oportunidad, yo estoy cerrada en banda.

En cuanto concluye mi jornada laboral, recojo mis cosas y salgo de la oficina. Veo a Alberto justo antes de llegar al metro, está distraído intentando borrar un arañazo en la chapa de su coche, un Ford Focus de dos mil seis azul oscuro.

No sé muy bien por qué lo hago, pero antes de que pueda verme, me agazapo entre los vehículos aparcados a la espera del momento oportuno; cuando la circulación me dé paso, cruzaré y entraré al metro sin ser vista. Sé que es una misión arriesgada, a la que debo sumar mi extrema torpeza, pero hablar con él ahora mismo no me apetece en absoluto, y menos cuando llevo toda la mañana evitándole.

Estoy concentrada en la acera a la que debo llegar en tiempo récord cuando escucho una voz a mi espalda.

¡Mierda es él!

—Te estaba esperando –comenta con media sonrisa.

—Ah... –Hago que acabo de atarme el cordón de la zapatilla y me pongo en pie–. ¿Por qué?

—Puedo llevarte. –Señala hacia su coche.

¡Dios! Casi preferiría que una apisonadora me pasara por encima.

—Te lo agradezco, Al, pero no es necesario.

—¡Vamos! –Me anima tirando sutilmente de mí–. Me lo compré hace una semana, serás la primera chica que suba en él.

Esa afirmación no resulta para nada apetecible, más bien lo contrario. Pero luego están esos ojos de sapito, que me miran con gran ilusión esperando a que haga los honores y no puedo negarme; qué le voy a hacer, soy una blanda.

Llegamos hasta su coche, él abre la puerta dándome paso y me sorprendo; no imaginé que fuera un caballero. Claro que como me suele pasar con frecuencia, tiendo a anticiparme y, antes de que pueda poner un pie dentro, me dice:

—Quítate los tenis, así no ensucias las alfombrillas.

¡¿CÓMO?!

Me acabo de congelar. Me he quedado petrificada a medio entrar en su coche, de hecho, ya tenía un pie levantado y estaba a punto de introducirlo en su vehículo con calzado incluido. Me doy la vuelta anonadada, me siento y me descalzo, luego meto las piernas dentro y espero a que cierre la puerta. Esto es tan humillante...

—¿Adónde te llevo?

Le doy las indicaciones necesarias para ir a mi apartamento, pero no pienso decir nada más, no sé de qué hablar con él porque no tenemos absolutamente nada en común.

—¿Sabes? Había pensado que este viernes podríamos salir a cenar, así te daría la bienvenida oficial a la empresa, pronto hará un mes que trabajas con nosotros.

¡No! ¡¿Por qué?! ¡¿POR QUÉ la vida tiene que ser tan cruel?! ¿Por qué solo los raritos se me acercan? No es justo, no le he hecho mal a nadie.

—Ah... Bueno, en realidad solo hace tres semanas que trabajo, así que...

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