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Ocho y catorce minutos de la tarde y sigo sin noticias de Aitor.

«Presiento que no va a venir...»

Me siento estúpida por todo a lo que he tenido que renunciar por él sin tener garantías.

Mi casa parece más fría de lo habitual, no he encendido ninguna luz y las paredes se van tiñendo de negro gradualmente, atrapándome sin poner resistencia. Las ventanas están cerradas, pero el sonido del exterior se escucha de fondo: los vehículos al detenerse y emprender la marcha, el ruido de las motos, las persianas de los locales al cerrar sus puertas al público... Todo va apagándose a medida que avanza la mancha negra, incluida mi ilusión.

Son las ocho y media, ya tengo claro que nadie va a aparecer y me arrepiento de haber puesto todas mis expectativas en este encuentro. Quiero escribirle para recordarle nuestra cita, pero al mismo tiempo algo me frena; seguramente le ha surgido un plan mejor.

Empiezo a desabrocharme la blusa frente al espejo, de lo único que tengo ganas es de enfundarme el pijama, pero justo en este momento, cuando ya he abandonado toda esperanza, escucho el inconfundible pitido de un nuevo mensaje en mi teléfono móvil.

«Te espero abajo»

Trago saliva y mi corazón empieza un incesante bombeo que intento sosegar poniendo la mano sobre el pecho; al final ha venido, es lo único que importa. Me peino rápidamente y me dirijo rauda a su encuentro.

En cuanto salgo al exterior, los colores de la ciudad me aturden. Se ha encendido el alumbrado y parece trazar un camino hasta él. Justo frente a mí, aparcado en doble fila, está el Mazda de Aitor, que me espera fuera exhibiendo su fulgurante sonrisa.

—Sé que llego tarde –se excusa–, pero he tenido que hacer unas cuantas cosas que me han llevado más tiempo del que pensé; quiero que esta noche sea perfecta. ¿Preparada?

Vuelve a sonreír, lo cierto es que no sé qué decir, de modo que asiento con firmeza y me subo al coche.

—Creí que no ibas a venir –comento distraída mientras me abrocho el cinturón de seguridad.

—¿Por qué? Te dije que lo haría.

—Aun así. No he tenido noticias tuyas en toda la semana y te presentas más de media hora tarde, ¿qué quieres que piense?

—Te habría avisado, no soy de los que olvidan sus compromisos...

Aprieto una sonrisa; verle ahora junto a mí, borra cualquier atisbo de duda.

—Y, ¿adónde vamos?

—No te lo pienso decir, es una sorpresa... –Me guiña un ojo–. Y no es la única. Abre la guantera.

Lo miro extrañada unos segundos, analizando las incontables muecas de su rostro, hasta que me decido a abrir la guantera.

—Es eso. –Me señala el bulto que hay dentro de una bolsa de cartón–. Ábrelo.

Procedo a hacerlo con mucho cuidado y, una vez concluida la tarea mis pupilas se dilatan.

—¡Me has comprado un calendario! –exclamo sonriente.

—No es de este año, que este está a punto de terminar, es de dos mil quince. ¿Quién dice que no será un buen año?, puede que incluso sea mejor que dos mil cuatro, ¡quién sabe!

Empiezo a reír mientras paso lentamente las hojas mirando las fotografías, que conozco casi todas porque son instantáneas de mi ciudad. Los ojos se me humedecen al detenerme en el mes de septiembre y ver retratado el laberinto de Horta. No sé cómo lo ha hecho, pero no podía haber encontrado un regalo más apropiado.

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