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¿Quién iba a decirme a primera hora de la tarde, cuando me arreglaba para la gran cita, que acabaría en el hospital? Esta es la clase de situación que una nunca se espera, no sabes cómo reaccionar, y simplemente te dejas llevar por el momento sin sopesar bien las opciones. Tenía que haberme negado a acompañarle, tal vez haber inventado una excusa, o incluso alegar un repentino dolor de cabeza; en definitiva, hacer lo que fuese necesario para mantenerme al margen.

Os preguntaréis de qué hablo, pues ni más ni menos que de inmiscuirme en asuntos pertenecientes a la intimidad de una persona, asuntos que hasta ahora no ha querido mostrarme; y dudo que realmente quiera, prácticamente se ha visto obligado a hacerlo. Otro asunto que me aterra es conocer a otros miembros de su familia, presenciar momentos incómodos y delicados; no sé si podré soportarlo.

A medida que me dejo guiar por Aitor, que con paso decidido toma el camino que lleva a la Unidad de Cuidados Intensivos, más nerviosa me pongo; ya no hay vuelta atrás, Sara, estás a punto de traspasar la infranqueable línea que marcará un antes y un después en tu relación con él, lo intuyo.

Entramos en la sala de espera y dos niños, de no más de nueve años, se levantan de sus respectivos asientos de un bote.

—¡Tito Aitor! –gritan al unísono y corren hacia él como si llevaran toda la vida esperándole.

—¡Gorka, Naiara! ¿Cómo estáis? –añade Aitor, recibiéndoles en un efusivo abrazo.

—¡Aburridos! Estar aquí es un rollo –comenta el niño haciendo un mohín.

—¿Quién es esta señora, tito? –pregunta la niña sin dejar de mirarme.

Sonrío con tirantez. Ese inocente apelativo ha dolido, ya que indica que ha llegado el momento que toda mujer teme, cuando los demás se dirigen a ti como señora, la prueba empírica de que el tiempo es un cabrón. Particularmente no me asusta que los años pasen y se noten, es más, siempre he sido una ferviente defensora de la teoría de que para vivir mucho, es necesario envejecer, así que no temo al tiempo en sí, lo que me aterroriza es que sea un tiempo vacío, cuando pasa y no tienes nada, cuando no has hecho nada que deje huella... Eso sí que me da miedo, y por la trayectoria que llevo, esa temida pesadilla va a hacerse realidad antes de lo que imagino.

—Se llama Sara –aclara Aitor, y debo añadir que no ha corregido lo de señora, ¿debería preocuparme?

—Hola –saludo.

Los niños se separan de su tío para mirarme y una discreta sonrisilla se abre paso en sus rostros.

—¿Es tu novia, tito?

Esa imprevisible pregunta me ha hecho dar un respingo.

—Claro que no, es una amiga, Naiara. Igual que tú eres amiga de Carlos, Sara es mi amiga.

Muy bien, profesor, una explicación muy gráfica.

Los niños vuelven a reír y, esta vez, su tío acompaña sus risas.

—¿Me esperáis aquí un momento? Voy a hablar con vuestro padre.

Aitor se retira y me deja a solas con los pequeños. Miro a Naiara, ella a su hermano, y luego ambos alzan el rostro a la vez para encontrarse conmigo.

—Bueno..., ¿hacemos una guerra de pulgares? –suelto de improviso.

Ambos fruncen el ceño sin entender, así que empiezo a explicarles en qué consiste el juego y los incito a que ensayen conmigo; me enorgullece destacar que en esto soy muy buena, lástima que la guerra de pulgares no esté contemplada en la élite del deporte, sin duda, sería en lo único que podrían otorgarme una medalla.

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