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He pasado la peor noche de mi vida, tengo la sensación de no haber dormido nada en absoluto, y no lo digo yo, lo dicen las profundas ojeras que enmarcan mis ojos.

Me miro en el espejo del baño un rato más y concluyo que esto no tiene arreglo. Aun siendo consciente de este hecho, me dedico una sonrisa y dos docenas de arrugas se amontonan alrededor de los ojos. ¡Maldita sea, no me falta de nada!

Me quito la camiseta que he utilizado para dormir, y... ¡mira, ahí están, ya las veo...! Mi único consuelo es que, al tener dos albaricoques verdes en lugar de tetas, resistirán durante más tiempo a la fuerza de la gravedad, aunque al final sucumbirán al igual que el resto; todo caerá y me encontraré el culo a la altura de los tobillos. En fin... –Meneo la cabeza intentando borrar esa imagen de mi mente–. Es ley de vida.

Me dirijo a la bañera, abro el grifo y dejo correr el agua hasta que sale caliente. He calculado que Aitor tardará en levantarse, aunque cuando lo haga tendré que lidiar con su resaca, así que me merezco un momento de relax.

Una vez dentro de la bañera, cojo la alcachofa de la ducha y la oriento estratégicamente para que el agua caiga desde la nuca y resbale por todo mi cuerpo acariciándome la piel, llevándose al mismo tiempo todo el cansancio, malestar, cabreo y sueño acumulado durante la noche; esta sensación lo compensa todo.

Tras lavarme el pelo, cierro el grifo para aplicarme la mascarilla y, mientras espero el tiempo requerido, me dedico a rascar la cal acumulada entre las juntas de las baldosas; algún día me pondré en serio con el baño y limpiaré a conciencia todos los rincones, pero no será hoy.

Estoy tan enfrascada en mi entretenimiento que no me doy cuenta de que mi invitado ha hecho su gran aparición en el baño. ¡Mierda! ¿Tenía que ser justamente ahora?

Inicio un debate conmigo misma sobre si descubro mi presencia y le invito amablemente a que me deje sola, oculta tras la tupida cortina de plástico a cuadros, o no digo nada y permanezco inmóvil cual figurilla de escayola hasta que termine. Mi cobardía hace que opte por la segunda opción, así que me quedo en un rinconcito de la bañera tapándome la boca con la mano para amortiguar cualquier sonido mientras espero, paciente, a que termine.

Aitor levanta la tapa del váter y escucho un poderoso chorro de de orina, similar al agua a presión de una Kärcher.

«No digas nada, Sara, aguanta, no tardará mucho en terminar».

Lanzo una mirada fugaz por un pequeño agujerito que hay en la cortina y lo descubro en una posición totalmente antinatural: espalda recta, piernas separadas y culo ligeramente en pompa, a todo esto, el fuerte chorro parece haber aminorado de repente, el tiempo necesario para ventosear a gusto.

—¡Uf, mejor fuera que dentro! –comenta para él, creyendo que nadie le está escuchando.

Me cuesta un mundo contener la risa, tengo ganas de coger una enorme bocanada de aire y carcajear a mandíbula batiente por lo que acabo de presenciar, pero no sé cómo, consigo aguantar estoicamente la tentación.

El chorro de orina, momentáneamente interrumpido para liberar un gas, vuelve a reanudarse. ¡¿Cómo diablos puede mear tanto un ser humano!?

Cuando escucho las últimas gotas y tira de la cadena, soy consciente de que por fin ha terminado; aunque algo le hace detenerse a mitad de camino hacia la puerta.

¡¡¡Prrrrrrrrrrrrrrrrr!!!

La fuerza del segundo cuesco me deja sin aire en los pulmones, juro que he sentido cómo las paredes del baño vibraban por el poderoso estruendo. No puedo aguantar más y, a medida que el pedo se pierde entre el eco de la habitación, se me escapa una discreta risilla.

Friend ZoneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora