XLV. Pesadilla

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Creyó que sería diferente

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Creyó que sería diferente.

Con el pulso latiendo en sus oídos, la presión en el gatillo y la adrenalina sosteniendo el crimen sobre sus hombros, se imaginó que la espera sería corta, que el pecado sería evidente y que poco o nada tardarían en aparecer las luces rojas y azules que habían escuchado el disparo a infinitos kilómetros de distancia, pero aquello nunca ocurrió. No hubo sirenas, autoridades, nadie prestó atención a la forma en la que un hijo miraba el cuerpo de su padre en el suelo a mitad de una tormenta, sin que su mente pudiese pensar en algo más que en las consecuencias de lo que su propia mano había hecho. La fría madera de la cabaña tardó largos minutos en comenzar a teñirse, dejando una eterna evidencia a pesar de la oscuridad.

Estefan permaneció ahí por lo que pudo haber sido la madrugada entera tratando de asimilar que su padre no se levantaría, que su voluntad no podía vencer a lo único más grande que él: La muerte. Quizá pocas personas en la tierra podrían comprenderlo, quizá solo los Bloom compartían la imposibilidad de concebir que aquel hombre no fuese omnipotente, que para él existiese algo inalcanzable... ¿en qué mundo existía algo que Leandro Bloom no pudiese solucionar? Se miró como un niño, con el arma cayendo despacio, esperaba que su padre se incorporase para recordarle que él jamás podría ganar, porque Leandro era demasiado grande, demasiado invencible... su padre no podía ser un ser humano normal.

En esa cabaña, Leandro Bloom había escuchado por primera y última vez que su hijo lo llamara papá, con la mente de Estefan hecha un lío en la deriva de lo que no sabía si debía llamar arrepentimiento, hasta que cayó en cuenta de que nadie llegaría a socorrerlo o a señalar lo que había hecho, no escucharía gritos y, conociendo a ese hombre, tampoco lamentos. Permaneció inmóvil, frío, al igual que la primera vez que un ciervo había caído bajo su gatillo. Recordó la pesada mano de su padre que ya no estaba ahí para recordarle que pudo haberlo hecho aún mejor, que pudo centrar la herida, que fue benevolente al prevenir el sufrimiento, pero a veces debía dispararse con rencor.

¿Eso era lo que había hecho?

Hubo demasiado silencio, más allá de la tormenta y de su imaginación, no se escuchó ni siquiera su último aliento. Se había ido... y él lo mató.

Cuando logró recomponerse y sus extremidades recuperaron la razón, miró la mesa sobre la que descansaba el licor que su padre había bebido, siendo testigo de que ahí había un vaso que no estaba vacío, que lo miraba como si también esperase paciente por su llegada, porque nunca llegaría su salvación. Estefan lo tomó sin dudarlo, tras olerlo como le habían enseñado, permitiendo que ardiese en su garganta, humedeciese sus labios y se alzase en un saludo triunfante, en un brindis hacia el hombre que no volvería a mirarlo, ni volvería a felicitarlo.

No sentía que hubiese ganado. Algo no le gustaba en la forma en la que sentía que había vuelto a perder.

—¿Al final ganaste... o gané? —murmuró mirándolo por última vez.

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