L. Bienvenido, Bloom

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Una sonrisa se dibujó por última vez en los labios de ese hombre que hubiese dado todo por estar en un lugar distinto, la temperatura superaba cada capa de ropa y lo único que iluminaba su rostro era la luz artificial del mensaje de uno de sus hij...

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Una sonrisa se dibujó por última vez en los labios de ese hombre que hubiese dado todo por estar en un lugar distinto, la temperatura superaba cada capa de ropa y lo único que iluminaba su rostro era la luz artificial del mensaje de uno de sus hijos «¡Ganamos, ganamos, ganamos, papá te contaré todo mañana! ¡Le rompí la cara a alguien y tuvimos que escapar!» Estefan Bloom leía atento las hazañas del protagonista del campeonato con una sonrisa paternal que escapaba de él, aunque una oscura molestia se clavaba en su pecho cuando miraba las fotografías de una celebración en la que no había estado, de un momento que se había perdido y nadie planeaba regresárselo. Nunca había faltado a un partido, nunca se perdió un campeonato, ¿a dónde se fueron los días en los que la única forma de celebrar el triunfo era cargando a ese niño sobre sus hombros? Lo miró a él y después a su hermano dando el discurso en el que se hacía pasar por su otra mitad, ¿a dónde se habían ido los pequeños niños que alguna vez se atrevieron a llamarlo papá? Sabía que era inevitable todo lo que estaba a punto de cambiar.

Un día dejarían de ser niños, un día él dejaría de ser papá, un día no volverían a casa y entonces el lugar que compartió con los Byron en sus mejores años, dejaría de ser su hogar. Nunca se los decía, evitaba pensar en el fatídico día en el que no volviese a verlos por las mañanas corriendo por las escaleras o los escuchase pelear, los amaba. Amó cada uno de sus días incluso cuando entraron a la universidad, aborreció cada vez que escuchó de cada padre que a los hijos se les decía adiós, pues eran tan solo un préstamo, su estadía era temporal.

El rencor se sembraba lento, se esparcía como el más pesado de los venenos por un alma que no planeaba descansar. La tarjeta entre sus dedos comenzaba a pesar, cada número y letra, su nombre y sus fechas, era lo único que había heredado de papá. Evitaba pensar en él tan regularmente como lo había hecho los últimos días, poseía una mente que nunca comprendió en su totalidad, pero ahora no sabía si deseaba entenderla. Las luces de la calle se esparcieron hasta escasear, hasta que lo único iluminando la solitaria carretera fueron las luces del auto que disminuía su avance a medida que al chofer se le dificultaba mirar; hasta que llegaron a un lugar que Estefan Bloom no había visto jamás.

Un último mensaje a sus hijos fue la sentencia al abandonar la seguridad de ese automóvil, el chofer nunca aceptó un centavo, así como nunca volteó a mirarlo. Lo dejó ahí, abandonado en la oscuridad, rodeado por más bosque y maleza que otros edificios, un lugar perdido que ni siquiera estaba seguro de que fuese dentro de la ciudad. Dos pisos y grandes espacios, torres en punta y una fachada curiosa, quizá la casona principal de una plantación abandonada... quizá una mansión que ahora fungía como fábrica, pero que sería imposible de habitar. En su mente siempre estaban las voces de sus gemelos, probablemente Dominic sería el primero en negarse a entrar, hablaría por horas de todo lo malo que pasaba cuando en las películas se atrevían a pasar... y ese era su único consuelo, pensar en ellos cuando no podía tenerlos.

Grandes raíces subían por las paredes, la maleza se adueñaba de esa mansión de ventanas rotas y grandes puertas... ¿por qué su padre hacía negocios en un lugar como ese? Él que era tan especial con la imagen, ¿cómo se atrevía a seguirle la corriente a algo tan teatral?

BloomDonde viven las historias. Descúbrelo ahora