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«Algunas personas son malas hasta la médula. Si no puedes con ellas, tienes que llevarles la corriente. Jugar la mano que te ha tocado hasta que te salga una mejor».

Gambito, el duque de los ladrones


Pov. Crystal

Mi coche lanzó un último estertor sibilante antes de detenerse de golpe y morir junto a la carretera, adonde me las había arreglado para dirigirlo en el último minuto. Se me escapó un grito de irritación y golpeé el volante con las manos.

—No, no, no... —repetí, sentada en el asiento mientras la derrota me hacía sentir una bola en la boca del estómago—. Dios, por favor, dame un respiro. — Dejé caer la cabeza contra el respaldo y hundí los hombros.

El resplandor del sol era tan fuerte que guiñé los ojos para mirar por la ventanilla abierta; no había nada a la vista, solo rocas y árboles. Estaba al menos a seis kilómetros de Glendale, el pequeño pueblo donde vivía, y no había ninguna gasolinera entre el lugar en el que me encontraba y mi casa. Saqué el móvil del bolso y marqué el número del mecánico del pueblo, y pregunté por Ricky. Cuando me dijeron que no estaba allí, suspiré y colgué. Era el único que me habría facilitado una grúa gratis. Entonces, marqué el número de Kayla, y me salió directamente el buzón de voz.

—Hola, Kay, soy yo. El estúpido de mi coche acaba de morir junto a la carretera. Si oyes el mensaje y no estás trabajando, llámame por favor.

Lancé el móvil al bolso, subí las ventanillas y salí del vehículo. Por un momento, me quedé mirando las cinco bolsas con la compra que llevaba en el asiento trasero, y por fin solté un suspiro. Las dejé allí y me puse a andar. Iría al pueblo y regresaría con alguien. Por lo menos los productos no perecederos se salvarían. ¡Maldición! Me acababa de gastar hasta el último centavo de las propinas de la noche anterior en la compra.

El sol me calentaba la espalda, y, después de unos minutos, sentí que el sudor se me acumulaba entre los omóplatos. Para intentar que me resultara más fácil andar, me subí la falda lo más arriba que pude. Unas sandalias de tacón no eran el calzado ideal para andar seis kilómetros, así que me agaché para quitármelas, pero el asfalto estaba tan caliente que quemaba.

«¡Joder!».

Parecía que la ampolla que posiblemente tendría al llegar a casa sería el menor de mis males, así que volví a ponérmelas, cruzando los dedos.

Pasaron junto a mí algunos coches, pero tratándose de un pueblo con menos de seiscientos habitantes, no esperaba que la carretera estuviera muy transitada.

Llevaba casi dos kilómetros cuando oí el rugido del motor de una camioneta, y me di la vuelta hacia la hierba seca que había junto al arcén mientras miraba el vehículo blanco que se acercaba. El conductor redujo la velocidad al pasar a mi lado y se detuvo, con el motor al ralentí. Bajé el ritmo mientras notaba un revoloteo nervioso en el vientre al ver que Tommy Hull se asomaba por la ventanilla y me miraba con los ojos entrecerrados.

—Hola, guapa, ¿quieres que te lleve?

Solté un suspiro y me acerqué con rapidez. Luego abrí la puerta del pasajero para subir. Hacía tiempo que no veía a Tommy, pero había sido cliente habitual de La perla de platino hasta que se casó con una chica del pueblo, unos meses antes.

—Hola, Tommy, te lo agradecería mucho. Te aseguro que hace un calor infernal.

El aire acondicionado del interior de la cabina era una maravilla, y suspiré, apoyando la espalda en el asiento. Tommy puso el coche en marcha mientras me miraba, deslizando los ojos por mis muslos desnudos con persistente descaro.

Hope...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora