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«Bueno, ahora estás en un aprieto. No puedes hacerlo peor.

¿Vas a intentar mejorar o prefieres hundirte más en la mierda?».

Gambito, el duque de los ladrones


Pov. Crystal

No había creído que me pudiera odiar a mí misma más de lo que ya lo hacía. Pero ver que Peeta huía de La perla de platino con una mirada de horror en la cara me sacó de mi error. Yo había provocado esa expresión. Yo lo había obligado a enfrentarse a su peor pesadilla. Después de todo lo que había sufrido ese chico... Era una zorra cruel y egoísta, una perra sin corazón. Si alguien merecía sufrir, era yo.

Era solo que... Que él no iba a dejar de regresar, no pensaba parar de acosarme...

«Deja de intentar justificarte. ¡Déjalo!».

Lo cierto era que su presencia me había hecho sentir una implacable esperanza por cosas a las que había renunciado hacía mucho, y el recuerdo de mis propios sueños olvidados me había herido como nada en mucho tiempo. Los manoseos, la lascivia, el sentirme utilizada, los despidos..., nada de eso me había dolido tanto como que Peeta Mellark me pidiera que tomara un café con él.

«¿Por qué?».

Era como si me hubiera puesto una deliciosa comida delante de la nariz pero fuera de mi alcance y yo tuviera mucha hambre. ¡Dios, como si estuviera hambrienta! Él me había llevado a esto, y me resultaba una lenta tortura, el desmoronamiento final del último pedazo intacto de mi corazón. Conocía ese tipo de hambre, y la había reprimido durante muchos años. Pero ahora, de repente, anhelaba cosas que no podía tener. Y estaba cansada, ¡Dios!, muy cansada de la vida vacía que llevaba.

Me senté en la parte superior de las escaleras esperando a que llegara Kayla.

Todavía tenía el coche en el taller, aunque, ahora que ya había pagado la factura que debía, por fin lo estaban arreglando. Por suerte, la nueva reparación no era demasiado cara: doscientos cincuenta dólares que no tenía. Sin embargo, podría arreglármelas si me retrasaba un poco en el pago del alquiler. La visión de una nota pegada en la puerta brilló en mi mente haciendo que se me revolviera el estómago.

«¿Qué voy a hacer ahora? Oh, Dios, ¿qué voy a hacer?».

Una sensación sombría cayó sobre mí como si aquel recuerdo fuera una pesada y húmeda manta. Traté de encogerme de hombros, pero no pude. Hoy, con la atormentada expresión de Peeta grabada en la mente, no me resultaba posible.

Mi apartamento se encontraba situado en el piso de arriba de una casa de tres plantas con una escalera exterior. Lo que antes había sido una vivienda unifamiliar se había convertido ahora en tres apartamentos. Al mío se llegaba subiendo una serie de escalones gastados de madera que había en la parte trasera. Bajé la vista a la zona de hormigón que había abajo, el pequeño aparcamiento que una vez fue un área con césped donde jugaban los niños. Había pequeños charcos, fruto de la lluvia que había caído la noche pasada, y eso trajo otro recuerdo a mi mente de la señora Mags sosteniéndome la mano mientras me reía al saltar de un charco a otro, salpicando a mi alrededor con agua sucia. Cerré los ojos durante un momento, tratando de bloquear la emoción. Dios, ¿por qué me inundaban la mente todos esos recuerdos, todas esas palabras? Los había mantenido alejados durante mucho tiempo, y ahora, por alguna razón inexplicable, era como si todos hubieran decidido aparecer a la vez exigiendo que les hiciera caso; que los mirara, aunque no quisiera hacerlo.

Hope...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora