«Hagas lo que hagas, hazlo con todo tu corazón».
Limonada, la reina del merengue
Pov. Katniss
Esos primeros días no hice mucho más que llorar. Cuando entré en mi apartamento, me invadió una sensación de irrealidad, como si fuera un espacio que existiera en otra vida. Y, de cierta manera, era una definición precisa.
El dolor que supuso dejar a Peeta era tan agudo como un sufrimiento físico, y me sentía como si tuviera el cuerpo y el alma atrapados debajo de una pesada roca. Me dolía todo, carne y huesos, y espíritu. Sabía de corazón que lo que había hecho era adecuado para los dos, pero eso no significaba que no fuera una agonía.
Me sentía perdida, asustada y muy sola, como si luchara para mantenerme a flote. Pero mientras estaba sentada junto a la ventana, en la oscuridad de la habitación de Peeta, oyendo los suaves sonidos de su respiración, había sabido que era algo que tenía que hacer sola. Estaba perdida, sí, pero la única que podía salvarme era yo misma. No sería justo para ninguno de los dos que me escondiera detrás de Peeta, ni física ni emocionalmente, en vez de enfrentarme al mundo.
Y tenía que dejarle la libertad de elegir a Delly si ella era la mujer a la que estaba destinado si su vida hubiera sido diferente. Los imaginaba juntos de nuevo como en el festival de otoño de Morlea, tan guapos y felices como parecían ese día, y sabía que sería muy egoísta por mi parte negarle la oportunidad de tener esa vida. Amaba su alma, su corazón, y me preocupaba su felicidad por encima de la mía. Quería lo mejor para él, incluso aunque no fuera conmigo. Aun así, sentía como si me estuvieran clavando un cuchillo al imaginarlo amándola, imaginando que movía las manos por su cuerpo como había hecho por el mío. Los veía casados, con hijos de ojos castaños... Apreté los ojos con fuerza ante esa imagen, bloqueándola como pude. No me haría ningún bien pensar tales cosas.
Había llamado a la casera en cuanto llegué para decirle que tenía el dinero para pagar los atrasos en el alquiler, y dejé un cheque por el pago correspondiente a dos meses en su buzón para ponerme al día. Como solo había trabajado dos semanas en la cantera, tenía que estirar lo que había ganado para poder pagar además la reparación del coche y comer hasta que encontrara otro empleo. Al pensar en las facturas y en buscar trabajo, me invadió una nueva oleada de miedo y soledad, pero estaba decidida a encontrar algo mejor. Tenía que hacerlo. Si algo me había enseñado Peeta, era que la vida no tenía que estar llena de dolor y dudas todo el tiempo. En mí había algo digno de ser amado; él me lo había demostrado. Solo debía averiguar lo que era y quizá —¡ojalá, oh, Dios! — encontrar la manera de amarme a mí misma.
Mi vida entera había cambiado y no había sabido a qué aferrarme, a qué agarrarme para no caer. No sabía cómo orientarme, por eso me había apoyado en lo único sólido en mi vida: Peeta. Me había hecho dependiente de él en lo emocional de una forma que no era saludable para ninguno de los dos. Cada pequeñez me hacía dudar y me dolía, y sentía mil inseguridades que seguramente no eran reales. Había dejado de ser capaz de decidir, y sabía que ese tipo de amor desesperado acabaría siendo una especie de prisión para Peeta. Lo amaba demasiado como para someterlo a una segunda cadena perpetua. Él ya había experimentado una. Dejarlo había sido lo más difícil que había hecho nunca, pero era lo correcto. Sabía que era lo correcto.
Así que después de revolcarme durante un par de días en el dolor, me levanté, limpié el apartamento, fregando a fondo los rincones, y abrí las ventanas para ventilarlo, a pesar del frío viento de noviembre.
Llamé al taller donde habían reparado el coche, y le dije al chico que respondió al teléfono que iría a recogerlo. Después me puse unas zapatillas deportivas y una chaqueta, y anduve los cuatro kilómetros que me separaban del lugar. Me había despertado con un tirón en el cuello, que empeoró según avanzaba. Además, me dolía un poco la pierna, y mis pasos se hicieron cada vez más lentos. Sin embargo, a pesar de los dolores, me sentó bien hacer ejercicio y llenar de aire los pulmones.
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Hope...
RomanceHope Si, la esperanza es lo último que muere. Pero si ya está muerta ¿es posible que renzaca como el fénix?