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«No te des por vencido. Todo es posible si se tienen los amigos adecuados».

Sombra, el barón de la espoleta.


Pov. Peeta

—Joder —mascullé al tirar una pequeña ave de piedra que había a mi lado. Me acababa de cargar el pico accidentalmente. Recogí una segunda pieza de mármol y la miré durante un momento antes de suspirar. Entonces agarré el martillo y el cincel y durante unos minutos me perdí en el trabajo que suponía esbozar la forma. Pero al cabo de un rato, la cara de Crystal apareció de nuevo en mi mente. Entonces, dejé las herramientas a un lado y me quité los guantes.

Estaba demasiado distraído para prestar atención a lo que estaba haciendo. Y tallar la piedra requería atención. Cogí un botellín de agua de la nevera del estudio y me bebí de un tirón la mitad.

«No... Creo que no soy la chica adecuada».

¿Por qué había pensado eso? ¿Y por qué yo no podía dejar de pensar en ella?

¿Por qué no podía conseguir olvidarme de su mirada huidiza? Me había perseguido en sueños dos noches seguidas. «El pánico». No podía desprenderme de la sensación de que ella me necesitaba más que yo a ella. Me aparté de la boca la botella de agua y me pasé las manos por el pelo. «Crystal... Crystal...». No hacía más que recordar la forma en la que nuestros ojos se habían encontrado esa última vez, la vulnerabilidad pura de su mirada, lo perdida, asustada y desesperadamente sola que parecía. Por un momento, había permitido que sus defensas desaparecieran, y la tierna belleza de su alma me había sorprendido. Me había sentido como aquella vez que Haymitch me había traído una geoda, cuando era solo un niño. Por fuera, parecía una roca normal y corriente, pero cuando la rompió para abrirla, estaba llena de preciosos y brillantes cristales de color púrpura. Me había sorprendido y encantado que hubiera aquella inesperada belleza contenida en algo que no destacaba por nada.

Seguía viendo una geoda cada vez que pensaba en Crystal. En ese sentido, el nombre sí le pegaba. Pero tampoco podía evitar preguntarme si no sería un tonto encandilado por la primera mujer hermosa que me había tocado. ¡Dios!, si a eso se lo podía definir como «tocar». Me había dolido que se despidiera de mí, aunque, sin duda, ella no había vuelto a pensar en mí ni una vez desde entonces. Y aquí estaba yo, sintiendo una fría incertidumbre cuando consideraba que era muy probable que no volviera a verla. Que no tendría ninguna oportunidad de saber algo más sobre ella.

«Peeta, no quiere tener nada que ver contigo».

Sin embargo, ¿qué era lo que había cambiado para que reaccionara así? En el momento en el que conectamos —y no cabía duda de que lo habíamos hecho— me alejó. ¿Por qué? Me había dicho que me podía enseñar a anularme cuando me sintiera incómodo, así que quizá ella no había aprendido nunca a conectar. «A estar». Quizá éramos más parecidos de lo que yo mismo imaginaba. Teniendo en cuenta aquello en lo que trabajaba, era comprensible que estableciera unos límites. Límites que yo trataba de hacer desaparecer. Quizá me había equivocado al pedírselo, incluso aunque le pagara. Pero eso no significaba que no pudiéramos ser amigos. Me froté la nuca mientras me paseaba por el estudio.

«Sé sincero contigo mismo: lo que sientes hacia ella va más allá de la amistad». Una stripper. Dios, ¿dónde tenía la cabeza?

«¿Y tú, Peeta? ¿Cómo te describiría la gente si supiera algo más sobre ti? Si se encontraran contigo después de leer lo que pone la prensa, ¿qué dirían de ti?».

«Está hecho polvo».

«Está destrozado».

«Es una víctima».

Hope...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora