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«Tener las manos ocupadas agudiza la mente. No pierdas nunca tu ventaja».

Gambito, el duque de los ladrones


Pov. Katniss

No sé por qué seguí entregando a Peeta pequeños trozos de mí misma. Y lo que más me confundía era por qué no me miraba de forma diferente. Yo seguía tratando de mostrarle quién era en realidad, pero él seguía devolviéndome la misma mirada plácida, la amabilidad de sus ojos brillaba como si nada de lo que dijera pudiera sorprenderle. ¿Qué quería de mí? Yo no trataba de fingir ser alguien que no era, como con otros hombres, a pesar de que me habían dejado igual. No, Peeta todavía seguía preocupándose por mí, día tras día. ¿Por qué?

¿Por qué seguía alojándome allí, en esa hermosa casa donde me mimaba y me consentía, ofreciéndome arcoíris, como si fuera alguien especial?

Evidentemente, no me quería por mi cuerpo. Yo no tenía nada que ofrecer en ese sentido, al menos de momento. Y, de todas formas, se ponía tenso cada vez que se acercaba a mí, aunque había notado que su rigidez disminuía día a día. Aun así, no era por eso. Era por otra cosa, pero ¿qué? No podía comprender los motivos de Peeta, y me sentía perdida y confundida, casi con miedo de él. Se trataba de un miedo en lo más profundo, porque sentía que amenazaba algo vital, solo que no sabía el qué.

«Yo no creo belleza, Katniss, solo revelo la que está encerrada en la piedra».

Después de haberle hablado sobre mi padre, decidí que no iba a volver a sentarme con él en el patio. De todas formas, era condenadamente temprano. Y, sin embargo, a la mañana siguiente, cuando el brillo dorado del sol iluminó mi dormitorio, y aparecieron un centenar de arcoíris, me levanté de la cama. El señuelo resultaba demasiado atractivo. Me dije que me atraían la combinación de café y aire libre, y la paz que sentía cuando veía amanecer, pero sabía que no estaba siendo sincera conmigo misma. Lo cierto era que lo que más me atraía de ese rato en la terraza era el propio Peeta. Con su hermoso rostro, con los ojos todavía hinchados por el sueño, los anchos hombros y las hermosas manos de artista. Con la dulzura que irradiaba.

Cuando abrí las puertas de cristal, esperaba que le sorprendiera verme después del intercambio que habíamos tenido el día anterior, pero no fue así. Se limitó a sonreírme y a saludarme como siempre, y tomamos juntos el café mientras los árboles se balanceaban con la brisa y el cielo matutino adquiría un suave color rosa.

Pasamos así los dos días siguientes, y seguí observándolo durante horas cuando trabajaba en William, revelando los pequeños y dulces rasgos del rostro del querubín. El «tap, tap» del cincel era la música de fondo, mientras pequeñas volutas de polvo bailaban a su alrededor y desaparecían en el aire. Me fascinaba ver surgir a William, por lo que estudiaba con asombro y casi sin aliento cómo tomaba forma.

—¿Cómo lo sabes? —le pregunté mientras miraba cómo trabajaba.

—¿Cómo sé qué?

—¿Cómo sabes cómo debe ser?

Peeta se encogió de hombros.

—No lo sé. Es él quien me dice cómo debo seguir. —Hizo una pausa—. ¿Te parece raro? Es decir, tengo una idea general de la forma, y la uso como esbozo, pero no sé cuáles serán sus rasgos exactos, por ejemplo. —Volvió a trabajar mientras hablaba—. Me imagino que es lo que les pasa a muchos artistas. Escritores... Pintores... Se empieza con una vaga imagen, y los detalles surgen durante el proceso. Cuanto más lo haces, más confías en que tus propias manos te guíen por la dirección correcta. —Sonrió.

Hope...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora