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«No dejes de soñar. Los sueños son lo que mantienen vivo el corazón».

Limonada, la reina del merengue


Pov. Katniss

A la mañana siguiente, no me desperté. Me había pasado la noche dando vueltas, sin poder dormirme tras aquellos sueños eróticos. Así que no pude levantarme al amanecer, así de simple. Cuando por fin lo hice, atravesé la habitación cojeando después de ducharme, y fui al garaje, donde escuchaba trabajar a Peeta.

—Buenos días.

Miró por encima del hombro, y sonrió al instante.

—Buenos días.

Me acerqué lentamente a la mesa donde estaba William. Me sentía un poco incómoda. Me preguntaba si Peeta estaría pensando en lo que había ocurrido la noche anterior y si me notaría en la cara que me había pasado las horas soñando con él. Podría decirse que me sentí muy vulnerable y un poco confusa, que era demasiado consciente de que tenía las mejillas rojas. Y, sin embargo, debajo de esa torpeza, había una especie de extraña ansiedad que no sabía cómo definir.

«¿La percibe él?».

La expresión de Peeta no decía nada, por lo que clavé los ojos en William.

—Tiene orejas. —Me incliné a un lado y otro de la estatua para apreciar sus perfectas curvas.

Peeta se rio entre dientes.

—Y cejas. Tengo que ir a buscar algunas herramientas al estudio que tengo en la cantera para acabarlo. ¿Te apetece acompañarme?

—¿A la cantera? Oh... mmm..., vale.

—Espera, que cojo las llaves del coche —repuso con una sonrisa—. Está, literalmente, a tres minutos de aquí. ¿Te parece bien que tomemos el café y desayunemos al regresar a casa?

Asentí moviendo la cabeza, y cuando Peeta volvió a entrar, me encontré poniendo una mano sobre la rugosa cabeza de William y curvando los labios levemente mientras pasaba un dedo por una de las nuevas orejas. Me parecía un pequeño milagro. Todavía no podía creerme que hubiera surgido de la nada. Y, sin embargo, allí estaba.

—Tierno hombrecito —murmuré antes de reírme de mí misma, sintiéndome tonta.

Me enderecé y retiré la mano cuando oí que Peeta se acercaba al garaje. Unos minutos después, estábamos en la carretera, dirigiéndonos a la cantera.

Cuando Peeta me ayudó a subir a la cabina, no me había parecido rígido, lo que me hizo recordar de nuevo la primera vez que me ayudó a salir de la pickup, hacía dos semanas. Pensé en todos los pequeños detalles que había apreciado en él, y la forma en la que parecía sentirse más cómodo conmigo cada día que pasaba. Quizá estuviera sirviéndole de terapia, aunque no fuera mi intención. Me gustaba esa idea... Me hacía sentir un poco menos inútil, un poco menos en deuda con él.

Un par de minutos más tarde salimos de la autovía y giramos hacia un aparcamiento donde había un cartel enorme en el que se podía leer «CANTERA MELLARK». Peeta se detuvo justo delante del edificio de administración. La zona era muy boscosa a la derecha y detrás de la edificación; a la izquierda vi otra construcción más pequeña y, más allá, pude ver un trozo de un gran cañón, presumiblemente la cantera.

Peeta se acercó y me cogió las muletas del asiento de atrás para entregármelas. Me tendió la mano cuando me bajé. El aire se había vuelto más frío en las últimas semanas, mientras avanzaba el otoño, pero el sol me calentó la piel mientras Peeta me guiaba lejos de la puerta principal de lo que parecía una sala de exposiciones y oficinas, por un camino lateral. En la distancia solo se oía el zumbido de la maquinaria y los gritos de los hombres que trabajaban en la cantera. Sus voces resonaban en el aire.

Hope...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora